Liberalismo y
religión: coexistencia hasta nuestros días
Ezequiel Eiben
Julio 2015
Conferencia para las I Jornadas sobre Libertad, Laicismo y Religión en el siglo
XXI, organizadas por el Centro de Estudios Rafaella Cimatti – 6 al 8 de Agosto
de 2015, San Juan, Argentina
Introducción
En nuestros días, es perfectamente posible concebir la política separada de
la religión; analizar una sin tener que recurrir necesariamente a la otra. Sin
embargo, como la historia lo atestigua, esto no fue siempre así. Hay momentos
en que ambas aparecen entrelazadas, ya sea por convicción o por necesidad;
incluso, por períodos podemos advertir que la política se moldea desde la
religión, llegando a encontrar en esta su fundamento último de existencia y
justificación máxima del poder ejercido. Desde los imperios con religiones
oficiales hasta las monarquías absolutas de origen divino, pasando por las
persecuciones a las herejías y las cacerías de brujas, hay todo un desarrollo
en donde el poder político entra en contacto con el poder religioso, llegando a
ser este último no solo partícipe sino también protagonista de la vida pública
de una comunidad, manejando ámbitos de la política con aprobación y
exclusividad.
Con el advenimiento de dos caras del mismo fenómeno -la Ilustración como
movimiento intelectual integral y el Estado Liberal como manifestación
política- la relación entre política y religión cambia. Florecen las teorías
que pregonan que ambas ya no deben ir inseparablemente de la mano; en cambio,
cada una debe seguir su camino. La política sigue encargándose de los asuntos
públicos; mientras que la religión se circunscribe a la esfera privada de los
individuos, o bien es abordada en ambientes públicos pero ya no impuesta
obligatoriamente a los ciudadanos, ni las instituciones tienen que ser
necesariamente confesionales. Por supuesto, la historia está compuesta por
procesos que toman su tiempo en desenvolverse, y no todo ocurre de manera
tajante. Se perciben en ella mixturas y matices. Pero en una mirada global,
podemos detectar la dirección mencionada como tendencia.
Al asentarse con peso propio el liberalismo, y al mantenerse vigente la
religión en gran cantidad de las personas viviendo en el moderno mundo
ilustrado, la pregunta que nos formulamos ahora es: ¿cómo se fue dando la
relación entre el liberalismo y la religión? El propósito de este ensayo es
responderla, repasando desde el mundo pre-moderno dominado por la segunda,
alcanzando la modernidad donde campeó el primero, llegando hasta la actualidad.
Conceptualizaciones
previas
Resulta conveniente a los fines de la presente exposición, que en primer
lugar –antes de aventurarnos por el recorrido histórico a desarrollar-
efectuemos conceptualizaciones básicas, que servirán para entender qué queremos
decir con palabras relevantes que serán utilizadas a partir de aquí.
Cuando se habla de coexistencia, se
utiliza para indicar la circunstancia de que dos o más cosas existen de manera
simultánea, a la vez, en un determinado contexto. Se emplea este vocablo ex profeso, porque refleja neutralidad.
No indica cómo “se llevan entre sí” las cosas; sino el simple hecho de su
existencia. Convivencia, por su lado,
sí es una palabra que muchas veces puede usarse con una carga positiva,
aludiendo a la buena relación entre las cosas. Obviamente esto no siempre es
así, ya que en ocasiones se habla también de una “mala o difícil convivencia”,
una problemática relación entre las cosas. Por ello, para evitar malos
entendidos, por coexistencia nos
referiremos al hecho señalado de la simultaneidad, más allá que en nuestro
análisis del mismo podamos determinar buenos o malos vínculos entre los
elementos.
Por religión entenderemos a un
conjunto sistematizado de creencias –a través de culto, rituales, oraciones,
textos- que tratan sobre la relación del hombre con la divinidad o lo
trascendente y el estudio o alegado conocimiento de dichos componentes.
Teniendo en consideración el escenario a explorar, la religión a la cual
haremos referencia será la mayoría de las veces la religión cristiana (en sus
distintas variantes), por su predominancia indiscutible en el continente
europeo en los siglos XVII, XVIII, XIX, XX, y aún en el XXI.
En cuanto al liberalismo, deberemos
desdoblar el contenido del concepto en dos. Primero lo tomaremos como
movimiento filosófico general en el cual, como adelantamos, se encuentra la
Ilustración influyendo en la intelectualidad y las ciencias, y las ideas de
libertad que confrontaron concepciones vigentes sobre la naturaleza humana y la
organización comunitaria. Esto nos servirá para evaluar la relación entre
liberalismo y religión a nivel de contenido sustancial, chequeando premisas
filosóficas y morales. En segundo lugar, nos referiremos al concepto de
liberalismo en su faz de política aplicada, es decir, al Estado Liberal,
incluyendo sus vínculos con las nociones de Democracia y República que
acompañaron su enderezamiento; y a las propuestas e iniciativas liberales que
penetraron en los sistemas políticos –no del todo liberales- siendo aplicadas a
la sociedad.
Hechas estas anotaciones, ya estamos en condiciones de adentrarnos en la
temática de marras con un panorama claro. El orden de la exposición será el
siguiente: primero, analizaremos los principios de la religión y el liberalismo,
contextualizados en sus épocas de asentamiento y contrapuestos en su contenido,
y el posterior desarrollo hasta la actualidad. En segundo lugar,
inspeccionaremos el camino de coexistencia de ambas corrientes como sistemas
aplicados a lo largo de la historia llegando hasta el presente.
Principios básicos
Fundamentos del objeto de estudio
A la hora de analizar un objeto de estudio, lo primordial es ir a la
esencia del mismo. Comprender cabalmente el fenómeno implica aprehender sus
fundamentos, esto es, los pilares en los cuales se asienta y que lo definen
como lo que es. Una vez que tenemos delineados los esenciales del objeto,
podemos mirar y entender desde su lógica y perspectiva. No conocer los puntos
fundamentales, es quedarnos en la mirada superficial que solo capta notas secundarias
y derivaciones, sin llegar a la raíz del asunto. Queda a la vista, pues, la
necesidad de detectar y definir los principios de lo que nos proponemos
estudiar.
El Dr. Leonard Peikoff explica:
Un principio es una generalización básica. Es una afirmación conceptual
que integra una riqueza de información sobre todo tipo de concretos que de otra
forma seríamos impotentes para manejar o mantener en la mente. Pero somos
capaces de hacerlo reduciendo esta información a unas pocas palabras o incluso
a unas pocas letras (…). Un principio es la forma más importante del hombre de
usar conceptos – de usarlos para reducir la complejidad a la que se enfrenta,
mientras mantiene toda la información que es esencial para que una acción tenga
éxito.
Pasemos a ver las premisas básicas de lo que nos interesa,
religión y liberalismo.
Pre-modernismo y modernismo
Para distinguir y comparar los principios, ubicándonos temporalmente en el
pre-modernismo y el modernismo a los fines de no perder de foco el contexto,
nos valdremos del trabajo del Profesor Stephen Hicks Ph.D., quien sintetizó con
precisión lo principal en ambos períodos. Primero, efectuemos algunas notas
útiles.
La religión dominó el mundo pre-moderno, y el liberalismo fue la voz cantante
de la modernidad. Por pre-moderno, Hicks se refiere al período que va desde el
400 hasta el 1300 de nuestra era, quedando excluidas las tradiciones griega y
romana, siendo el cristianismo agustiniano el principal foco intelectual, hasta
la era medieval tardía en la cual el tomismo entra en escena, sintetizando la
religión cristiana con la filosofía de Aristóteles, abriendo las puertas a la
modernidad.
Permitámonos aquí hacer un pequeño desarrollo: la enseñanza de Agustín de
Hipona es de complementariedad entre fe y razón. Pero, al situar la fe al
principio y al final de la especulación racional, y considerarla la pauta y
guía de la razón
,
la parte de sus escritos que queda mayormente inscripta en la cultura es
precisamente la de la fe, como principal e ineludible. Los siglos por venir son
de oscurantismo respecto de la razón, y la religiosidad se despliega en su fase
más mística. Habrá ciertos desarrollos científicos, pero no se verá al
potencial humano desplegado en su máxima expresión.
A su vez, la etapa tomista es una etapa de nueva vinculación a la razón, donde
la religión no se reduce al puro misticismo. Tomás de Aquino y pensadores en
consonancia empiezan a revalorizar al raciocinio, guiados por la formidable
obra de Aristóteles. Tomás de Aquino no abandona la fe, pero tampoco en lo que
a su trabajo concierne rechaza la razón. Esta última pasa a tener un mayor
grado de independencia respecto de la fe que en la tradición agustiniana,
contando con método y objeto de estudio propios
.
Recuperar la obra aristotélica tras siglos de oscurantismo, invasiones y
superstición, es lo que en el bagaje intelectual se toma como hecho crucial
para el arribo de la modernidad racional.
En cuanto a esta última etapa, su comienzo se define principalmente desde el
siglo XVIII a partir de la aparición de lo que conocemos como Renacimiento, Iluminismo,
Ilustración, democracia liberal y capitalismo. Dentro de ella, en líneas
generales vemos un avance progresivo recto en lo que a desarrollo científico se
refiere, no tan así en la política, donde la marcha liberalizadora encuentra
baches e impedimentos en el camino, que traen consigo a oponentes del
liberalismo fabricando grados de autoritarismo y represión.
Ahora sí, pasemos a la síntesis del Profesor Hicks, plasmada en un cuadro
comparativo
:
|
Pre-modernismo
|
Modernismo
|
Metafísica
|
Realismo: supernaturalismo
|
Realismo: naturalismo
|
Epistemología
|
Misticismo y/o fe
|
Objetivismo: experiencia y razón
|
Naturaleza humana
|
Pecado original; sujeto a la voluntad de Dios
|
Tabula rasa y autonomía
|
Ética
|
Colectivismo: altruismo
|
Individualismo
|
Política y economía
|
Feudalismo
|
Capitalismo liberal
|
Cuándo y dónde
|
Medioevo
|
La Ilustración; las ciencias del siglo XX, los negocios, las áreas
técnicas
|
Explayémonos sobre cada punto para una mejor comprensión del cuadro.
La
metafísica se refiere al estudio
de la naturaleza de la realidad. En el pre-modernismo se concebía a una
realidad supernatural aparte o más allá de esta realidad natural, una dimensión
divina, el cielo, el paraíso. Dios como Creador del universo, es el Ser Supremo
y Perfecto cuyos atributos son estudiados mediante la teología. En el
modernismo la preponderancia fue del naturalismo, el estudio de esta realidad,
la que podemos ver, tocar, percibir, la realidad en la que nos encontramos de
manera evidente o probada.
La
epistemología estudia la
naturaleza del conocimiento. El pre-modernismo recurrió al misticismo y/o la
fe, esto es, creencias no asentadas en la razón, no apoyadas en evidencias
científicas, apelaciones a realidades fuera del entendimiento humano. O bien,
la razón presente en el proceso de conocimiento pero ligada inquebrantablemente
a la fe y en subordinación a esta. La razón fue desprestigiada y removida a
lugares secundarios, accesorios o innecesarios. El salto de fe del hombre para
aceptar lo que está más allá de su reducido entendimiento humano era
considerado una grandiosa virtud. El modernismo por su lado se concentró en
esta realidad, manifestó que es objetiva y puede ser conocida por la persona
mediante la razón. Se desarrolla el método científico, y el camino al
conocimiento está basado en prueba y error, en evidencias, en la información
adquirida por la experiencia. La razón pasa al primer plano y es celebrada con
honores como la facultad que hace hombre al hombre y le permite transformar su
entorno natural para la satisfacción de necesidades.
La
naturaleza humana refiere a lo que
el hombre es, las características esenciales que lo determinan como tal. La
noción bíblica del pecado original atravesaba toda consideración sobre el ser
humano en los devotos religiosos, mirándolo como un sujeto pecaminoso tentado
por pasiones, expuesto por su debilidad a las herejías. Por ende, para no caer,
el hombre debía seguir el camino de la salvación. Los católicos, en su caso,
recibían las indulgencias otorgadas por representantes de la Iglesia para
liberarse de penas temporales por pecados cometidos, o hacían penitencia para
ser perdonados por Dios. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, tenía
que dedicarse con devoción a la vida que lo acercaría a su Creador. En el
modernismo, la concepción del hombre cambia de manera radical. Ya no hay un
pecado original por el cual el hombre deba pagar en esta vida una condena de
antemano, o que influya durante toda su estadía en el mundo terrenal. El hombre
llega a este mundo libre de culpa. No está sujeto a la voluntad de Dios atado a
un destino ineludible, sino que es el arquitecto de su propio destino como ser
autónomo, responsable por sus decisiones y soberano para ejecutarlas. Frente a
los también presentes conceptos de ideas innatas, ideas traídas de otra
dimensión, o ideas adquiridas por iluminación divina, cobra relevancia el
concepto de
tabula rasa; el hombre
empieza a conocer en este mundo mediante la experiencia de sus sentidos y la
integración conceptual de la razón. No trae conceptos predeterminados, sino que
su interacción con lo que lo rodea es lo que le va proporcionando información a
clasificar por su mente.
La
ética estudia la naturaleza de los
valores y su organización en un código jerárquico que define las pautas de
conducta de los individuos. El pre-modernismo estuvo marcado por una ética
colectivista (la consideración del grupo por encima del individuo) en la cual
el principio básico era el
altruismo,
que enseñaba el sacrificio de la propia persona por los demás, una vida de
servicio hacia algo mayor mientras se relegaba lo personal. Con el modernismo
hace su entrada en escena la ética
individualista,
que propone seguir el interés propio, la auto-realización, y considera a cada
individuo como un fin en sí mismo –no como medio para los fines de los demás-.
La
política estudia la organización
de los individuos en un sistema social, los medios de vinculación entre sí en
la esfera pública y las formas de gobierno que establezcan al efecto –si lo
hacen-. Historiadores ubican el núcleo del sistema feudal, dominante en el
pre-modernismo, en los siglos IX a XV durante la Edad Media. El historiador François-Louis
Ganshof lo define jurídicamente como “un cuerpo de instituciones que crean y
regulan las obligaciones de obediencia y servicio –principalmente servicio
militar- de parte de un hombre libre (vasallo) hacia otro hombre libre (señor),
y las obligaciones de protección y mantenimiento de parte del señor respecto del
vasallo. La obligación de mantenimiento, usualmente tenía como uno de sus
efectos la concesión del señor al vasallo de una unidad de propiedad real
conocida como feudo”
.
En la modernidad se da el auge del sistema liberal, que trae consigo la
limitación al poder del gobierno impidiendo su arbitrariedad, el
constitucionalismo que le marca la cancha al poder político asentando por
escrito sus márgenes de actuación, y las cartas que definen y protegen los
derechos individuales garantizados por ley.
La
economía estudia la organización,
empleo y distribución de los recursos escasos encaminados a la satisfacción de
las necesidades humanas. El feudalismo pre-moderno consistía en economías
agrarias, de cultivo, que llegaban al nivel de subsistencia. El liberalismo
moderno, en cambio, con su sistema de libre mercado y potencial industrial
permitió economías de producción de alto vuelo, cuyos rasgos eran la división
del trabajo, el empleo de tecnología y maquinarias de vanguardia, y la
consecuente fabricación en serie a gran escala.
En definitiva, en lo que a épocas concierne, el pre-modernismo es una etapa de
mucho misticismo y superstición, donde estar protegidos físicamente frente a
peligrosas invasiones y estar orientados espiritualmente mediante la religiosidad
para salvar el alma son preocupaciones primordiales. Con la entrada de la
modernidad, se deposita confianza absoluta en la razón como facultad humana
irremplazable, se despliega la moralidad individualista que reconoce derechos a
las personas dejando estas de ser meros instrumentos al servicio del poder de
turno, proliferan las ciencias –con desarrollos políticos, jurídicos, médicos,
naturales, astronómicos-, se profundizan las especialidades laborales, y la
apertura de los mercados trae consigo el crecimiento de los negocios y conexión
entre lugares distintos y distantes.
Las premisas en el contexto a partir de la modernidad
Ya vistos los principios básicos de la religión y las doctrinas místicas
predominantes en el pre-modernismo, y del liberalismo y el auge científico
imperantes en la modernidad, corresponde analizar su evolución en la
coexistencia que ambas tendencias experimentaban en la nueva etapa histórica de
la humanidad.
Muchas autoridades religiosas se mostraron renuentes a la liberalización, por
considerar que el fenómeno chocaba de frente contra dos baluartes de su
concepción: la fe y la tradición. El liberalismo venía acompañado de la
exaltación a la racionalidad, y el reflejo de esto se notaba en las renovadas
visiones sobre el hombre, en las ciencias que ponían en jaque o por lo menos en
tela de discusión afirmaciones dogmáticas clericales, y en general en el
despertar de la curiosidad que incomodaba a ciertas “verdades” que antaño
gozaban de un lugar privilegiado. Así, el liberalismo –más precisamente el
movimiento intelectual de la Ilustración- alejaba a las personas de la fe y los
mandamientos religiosos y las alentaba a sumergirse en la razón y a pensar por
sí mismas. El nuevo movimiento también desafiaba viejos estándares conservadores,
en las dimensiones ética y política, lo cual no era bien recibido por quienes
deseaban mantener el
statu quo que
les garantizaba su cuota de poder. Las visiones revolucionarias que rompían
vínculos entre políticos y religiosos, y que tendían a quitarle centralidad en
la vida de la gente a instituciones religiosas, eran algunas de las
demostraciones a ser combatidas. Fernando de Ceballos y Mier, sacerdote
católico en España, es un ejemplo de oposición directa y agresiva a la
tendencia liberal en el siglo XVIII. En su vasta obra “La falsa filosofía: o el ateísmo, deísmo,
materialismo, y demás nuevas sectas convencidas de crimen de estado contra los
soberanos y sus regalías, contra los magistrados y potestades legítimas”, se
explaya en contra de la Ilustración y la democracia, defiende la asociación
entre catolicismo y monarquía, y trata a las “sectas de filósofos” y demás
“clases de impíos y libertinos” como “hombres
turbulentos, amotinadores,
sediciosos,
y reos de estado”
.
En el siglo XIX, un ejemplo paradigmático de oposición reside en el papa Pío
IX, bajo cuyo papado se publica el texto conocido como
Syllabus Errorum (“Catálogo que comprende los principales errores
de nuestra época”) cuyo contenido recopila los supuestos errores de la
Ilustración, el racionalismo y el liberalismo, entre otros conceptos en boga,
condenados por el Sumo Pontífice en encíclicas y cartas apostólicas. A modo ejemplificativo,
se considera error del racionalismo absoluto que la razón –sin relacionarse con
Dios- sea el árbitro único de la verdad y de la mentira. Del racionalismo
moderado, que la teología deba ser tratada de la misma manera que la filosofía
porque la razón tiene la misma dignidad que la religión; y que la filosofía no
puede ni debe someterse a autoridad alguna. De la moral natural y cristiana,
que las ciencias y las leyes civiles pueden y deben separarse de la autoridad
divina y eclesiástica. Del liberalismo moderno, que la religión católica no
deba ser considerada como la única religión del estado con exclusión de los
demás cultos; que extranjeros puedan ejercer lícita y públicamente su propio
culto; que es falso que la libertad de culto y de opinión en público sin
excepción, conduzca a los pueblos a corromperse y propagar el indiferentismo
.
Es decir, el papa condenaba como errores favorecer sin excepción las libertades
individuales de expresión, opinión y culto; la separación de iglesia y estado;
y la razón sin Dios.
Pero esta visión eclesiástica confrontadora con la modernidad liberal no fue
asimilada por una gran cantidad de gente que, aun conservando su religión,
decidió formar parte del mundo nuevo. Es así que encontramos a pensadores,
científicos, y políticos, que sin dejar de lado la creencia en su Dios, y sin
asumir posiciones clericales anti-modernas, ejercieron influencia en la
modernidad floreciente. Se vio por caso, también, aquellos grandes
protagonistas de la historia que sin ser siempre ritualistas ortodoxos, pero
admitiendo su creencia en lo divino, encabezaron iniciativas liberales. Estaban
los que se declaraban deístas en vez de teístas: creían en un Ser Supremo, o
una fuerza mayor creadora de un universo inteligente, aunque no en un Dios
personal y compasivo al cual rezarle para obtener perdón como acostumbraban los
fieles cristianos. En definitiva, ser liberal o ilustrado o simplemente un
ciudadano gozoso de la nueva época no era sinónimo de ser un enemigo de la
religión, la fe, o corrientes que admitían algún grado de misticismo. Sin ir
más lejos, tenemos notables ejemplos en los cambios políticos que vinieron con
las independencias nacionales: Padres Fundadores de Estados Unidos, figuras
estelares en la Revolución Americana (uno de los mayores eventos liberales que
se han registrado), estaban vinculados a la masonería. Revolucionarios y
Próceres de la naciente Argentina, país que comenzaría a transitar un camino
liberal con el correr del siglo XIX, eran miembros de logias.
Lo que el espíritu liberal trajo consigo fue el fervor por el individuo como la
unidad principal, la persona como medida de las cosas, y el despertar de la
razón como facultad para alcanzar logros sin precedentes. Esto dejó atrás al
espíritu de sumisión, de terror a la desobediencia pecaminosa, del temor a Dios
al nivel de reprimir la propia personalidad, de suspensión de la consciencia. Los
liberales avanzaron con hidalguía frente a los antiguos regímenes revitalizando
instituciones laicas, reformulando el papel de las mujeres en la sociedad,
aboliendo la esclavitud, achicando el tamaño de los estados. El liberalismo
como movimiento no declaró una guerra abierta contra la religión en sí. Teniendo
en cuenta el enfrentamiento moral y político a las características de la
pre-modernidad y al clericalismo (que no debe confundirse con otros enfrentamientos
violentos no liberales contra el clericalismo
),
lo que cambiaron estos liberales, fueran no creyentes, creyentes religiosos o
deístas, fue el enfoque tradicional sobre Dios y el papel de la religión en los
hombres y en el ámbito público. Cuatro citas de Thomas Jefferson, tercer
presidente de los Estados Unidos de América y defensor de la tolerancia
religiosa
,
sirven para ilustrar este punto: “Nunca he podido concebir cómo un ser racional
podría perseguir la felicidad ejerciendo el poder sobre otros”; “El Dios que
nos dio la vida nos dio la libertad al mismo tiempo”
;
“He jurado sobre el altar de Dios hostilidad eterna contra cualquier forma de
tiranía sobre la mente del hombre”
;
“Cuestiona con audacia hasta la existencia de un dios; porque, de existir uno,
seguramente aprueba más el homenaje de la razón, que aquél con ojos vendados
por miedo”
.
A su vez, el pensador liberal tucumano Juan Bautista Alberdi, cuya obra fue
base para la Constitución Nacional argentina de corte liberal, escribió:
En presencia del desierto, en medio de los mares, al
principio de los caminos desconocidos y de las empresas inciertas y grandes de
la vida, el hombre tiene necesidad de apoyarse en Dios, y de entregar a su
protección la mitad del éxito de sus miras (…).
Casi todas [las constituciones] empiezan declarando que son dadas en nombre de
Dios, legislador supremo de las naciones. Esta palabra grande y hermosa debe
ser tomada, no en su sentido místico, sino en su profundo sentido político.
Dios, en efecto, da a cada pueblo su constitución o manera de ser normal, como
la da a cada hombre”.
Es más, la propia Constitución Nacional argentina establece
en su segundo artículo que el gobierno federal sostiene el culto católico
apostólico romano, y Dios es nombrado explícitamente en su preámbulo como
fuente de toda razón y justicia
.
Fueron los pesos de la democracia, el republicanismo y el avance
científico-tecnológico, reunidos en contundente combinación por el liberalismo,
que llevaron a la iglesia a redefinir algunas de sus posiciones (al menos,
posiciones públicas) asimilando la modernidad y no desentonando con los cambios
de la época. Si bien principios básicos se mantenían, su aplicación se moderó,
y ciertas visiones e interpretaciones se alejaron de ellos o bien cambiaron aun
partiendo de ellos. Hubo acercamientos en las últimas décadas a conceptos promovidos
por el liberalismo, como también en el día de hoy observamos alejamientos. Es
acertado para explicar este punto tomar como referencia a los últimos tres
líderes que han encabezado el Vaticano, ya que sus pensamientos pintan el
cuadro de finales de siglo XX y principios de siglo XXI.
En 1991 durante el pontificado del papa Juan Pablo II, queda promulgada su
encíclica
Centesimus Annus. Este papa
no fue un campeón del capitalismo
laissez
faire, pero en el escrito volcó expresiones que resultarían impensadas en
boca de algunos de sus antecesores, mucho más cerrados a la modernidad liberal.
Desde el nombre mismo de la encíclica se alude al centenario de
Rerum Novarum, encíclica de León XIII, y
su publicación y dedicatoria se da en el marco de festejos conmemorativos hacia
el “inmortal documento” que según Juan Pablo II trajo beneficios a la iglesia y
arrojó luz al mundo.
Rerum Novarum defendía
a su modo la institución de la propiedad privada pero era crítica del
liberalismo, y una nueva encíclica que pretendía honrar y seguir sus pasos, no
podía ser del todo positiva hacia este. Pero la importancia radica en que el
líder polaco habló explícitamente de libre empresa y libertad económica
mediante elogios, al menos en cierto sentido, y el hecho que un papa abrazara
este tipo de conceptos liberales (aunque no lo hiciera en sus plenos sentidos y
totales alcances que el liberalismo les otorga) resultaba novedoso, y para los
liberales católicos, alentador. Incluso conservando conceptos y enfoques de la
encíclica homenajeada, semejante apertura hacia el capitalismo liberal en el
papado no hubiera ocurrido jamás siglos anteriores. Ni que hablar en el
ambiente intelectual cristiano de épocas pasadas respecto del comercio en
general antes de la llegada del liberalismo, donde exponentes como Agustín de
Hipona rechazaban de raíz a los negocios y la riqueza.
Centesimus Annus por un lado,
mantiene las observaciones al liberalismo efectuadas por
Rerum Novarum como sistema que no debe favorecer exclusivamente a
los ricos, descuidar a los pobres, y dejar a estos sin la protección del estado
como entidad que ayuda con especial atención a los débiles. Critica que en el
mundo capitalista de hoy hay personas en condiciones de semi-esclavitud,
explotación inhumana, y pobres en humillante dependencia, atribuyendo estos males
al sistema vigente. A su vez, remarca los puntos beneficiosos del libre mercado
-delineando su visión dentro de la doctrina social de la iglesia-, y lo que es
materia de aprobación o desaprobación de acuerdo a cómo se comprendan los
conceptos de marras:
La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos,
cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y
en otros campos. En efecto, la economía es un sector de la múltiple actividad
humana y en ella, como en todos los demás campos, es tan válido el derecho a la
libertad como el deber de hacer uso responsable del mismo. (…)
(…) Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel
fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de
la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre
creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es
positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa»,
«economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por
«capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito
económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al
servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular
dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta
es absolutamente negativa.
El papa Benedicto XVI efectúa una nueva aproximación entre
la iglesia y los valores impulsados desde la modernidad por el liberalismo. El
acento lo pone en la república y la democracia, elogiando su orden político e
institucionalidad, y explícitamente afirma que estos elementos se condicen en
gran medida con lo propuesto por la iglesia en su doctrina social. En discurso
ante el parlamento británico, el sumo pontífice manifestó:
“(…) Gran Bretaña se ha configurado como una democracia
pluralista que valora
enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el
respeto por
el papel de la ley, con un profundo sentido de los derechos y deberes
individuales, y de
la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Si bien con otro lenguaje, la
Doctrina
Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su
preocupación
primordial por la protección de la dignidad única de toda persona humana,
creada a
imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de la autoridad
civil para la
promoción del bien común”.
Siguiendo la línea de ponderación de los valores
republicanos y democráticos, en su discurso al presidente italiano Giorgio
Napolitano al conmemorarse el 150° aniversario de la unificación política de
Italia, Benedicto XVI destacó la obra de los católicos en pos de la república:
La aportación fundamental de los católicos italianos a la
elaboración de la Constitución republicana de 1947 es bien conocida. Aunque el
texto constitucional fue el fruto positivo de un encuentro y una colaboración
entre distintas tradiciones de pensamiento, no cabe ninguna duda de que sólo
los constituyentes católicos se presentaron en la histórica cita con un
proyecto preciso sobre la ley fundamental del nuevo Estado italiano; un
proyecto madurado dentro de la Acción católica, en particular de la FUCI y del
movimiento Laureati, y de la Universidad católica del Sagrado Corazón (…).
Muchos teólogos y sacerdotes de épocas anteriores a
Benedicto XVI rechazaban la república, la democracia y los conceptos de
Montesquieu; y ya sea por su interpretación de los contenidos eclesiásticos y/o
la influencia de las doctrinas políticas vigentes, sostenían que el mejor
sistema para el catolicismo era la monarquía. Este papa, en cambio, tenía mucha
mejor opinión de tales modernas concepciones. Nuevamente hay que decir, que no
encontraremos en Benedicto XVI a un defensor acérrimo del capitalismo laissez
faire. Su obra también nos deja conceptos anti-liberales, como la propuesta del
Vaticano de crear entre los países una Autoridad Pública con competencia
universal para controlar la economía, desde la cual una especie de banco
central mundial regularía el flujo y el sistema de los intercambios monetarios
. Solamente
los nombres de tales instituciones pueden llevar a uno a pensar en el
totalitarismo. Por eso, a lo que se va en estos párrafos es destacar el acercamiento
y aprobación de la república y la democracia por parte de un papa, cuando en
tiempos pasados no solo que no se proponía acercamiento sino que había
directamente rechazo.
El último papa por analizar es Francisco, quien a todas luces es un opositor frontal
y reacio al liberalismo, promotor de conceptos socialistas y simpatizante del
populismo tercermundista. Como arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio
exclamó en una conferencia que
“La crisis económico-social y el consiguiente aumento de la
pobreza tiene sus causas en políticas inspiradas en formas de neoliberalismo que consideran las
ganancias y las leyes de mercado como parámetros absolutos en detrimento de la
dignidad de las personas y de los pueblos. En este contexto, reiteramos la
convicción de que la pérdida del sentido de la justicia y la falta de respeto
hacia los demás se han agudizado y nos han llevado a una situación de
inequidad”.
Ya como papa Francisco, sus críticas al
liberalismo-capitalismo se potenciaron incluso en la terminología empleada. En
su exhortación apostólica
Evangelii
Gaudium, se manifiesta con dureza sobre la economía de mercado (lo que
él considera economía de mercado, ya que
en rigor en muchos países hay innumerables regulaciones que la entorpecen,
bloquean y hasta impiden) y sobre la globalización. Francisco dice que “la
mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a
día, con consecuencias funestas”; afirma que “hoy tenemos que decir 'no a una
economía de la exclusión y la inequidad'. Esa economía mata”. Tras semejantes
palabras, el tono se mantiene. “Hoy todo entra dentro del juego de la
competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más
débil” sostiene, para luego ir contra los que defienden la libertad económica:
“Algunos todavía defienden las teorías del 'derrame'
,
que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de
mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el
mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una
confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y
en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante”. Tras cargar
contra la época actual bajo el mote de “globalización de la indiferencia” donde
no nos ocupamos de los demás, asocia su economía a lo pecaminoso mediante una
referencia bíblica: “Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo
becerro de oro (cf. Ex32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en
el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin
un objetivo verdaderamente humano”. La diferencia de ganancias entre los que
más y los que menos tienen, según Francisco, es en sí mismo un hecho a
corregir, y la culpa es del liberalismo económico: “Este desequilibrio proviene
de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la
especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los
Estados, encargados de velar por el bien común”. Luego sostiene que cualquier
cosa frágil “queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado,
convertidos en regla absoluta”
.
Tras la publicación de la encíclica, Francisco se mantuvo por la misma senda.
En un discurso ante cooperativas italianas, se refirió al dinero como
“estiércol del diablo”, habló de una “cultura del descarte” en referencia a las
actuales relaciones entre empleadores con sus empleados, y apuntó contra “un
cierto liberalismo que cree que sea necesario primero producir riqueza, no
importa cómo, para después promover alguna política redistributiva por parte
del Estado”
.
En Bolivia, ante representantes de movimientos sociales, confirmó el rumbo de
sus pensamientos, manifestando que “la ambición desenfrenada de dinero que
gobierna” es el “estiércol del diablo”
.
Por todas estas exclamaciones, a veces literalmente de demonización del
liberalismo por parte del papa Francisco, hemos de concluir que tras las
aproximaciones al liberalismo en su faz económica-comercial protagonizadas por
Juan Pablo II y en su faz política republicana y democrática encabezadas por
Benedicto XVI, la iglesia nuevamente ha elegido, en cabeza de su líder,
alejarse del sistema de la libertad individual.
Recorrido histórico
Habiendo visto ya los principios básicos del mundo pre-moderno y la
modernidad, asociados a las influencias religiosas y liberales respectivamente,
corresponde ahora efectuar el recorrido de las transiciones y pasos de las
épocas, manteniendo un orden cronológico de los hechos en cuestión, para
analizar el desenvolvimiento de la coexistencia entre la religión y el
liberalismo como sistemas aplicados desde una perspectiva histórica.
La sociedad feudal previa
Antes de la gran entrada en escena –de manera definitiva- del
liberalismo en la modernidad ilustrada, existía como ya se señaló el sistema
feudal, que va desde el siglo IX hasta el XV aproximadamente. Las creencias
religiosas ejercían una influencia determinante e insoslayable en la
organización social, cuya procedencia se estimaba como surgida de la voluntad
divina. Los estamentos fijos –donde no existía la movilidad social que apareció
posteriormente en la sociedad capitalista- estaban constituidos por los
caballeros, sacerdotes y campesinos. Cada uno cumplía sus funciones durante
toda la vida: los caballeros se encargaban del aspecto militar, peleando
guerras y brindando protección a quienes estuvieran bajo su órbita; los
sacerdotes estudiaban sus escrituras sagradas, podían ser intelectuales
encargados de explicar y/o justificar los sucesos que veían a su alrededor, y
cumplían con el culto. Los campesinos trabajaban con la tierra y los animales,
produciendo los bienes que sustentaban al resto. Recordemos que la vinculación
se daba por el contrato de vasallaje donde los siervos campesinos trabajaban y
ponían sus servicios a disposición del señor guerrero o eclesiástico, y este
por su lado los protegía frente a atacantes e invasores. Los castillos
fortificados para prevenir estas circunstancias eran el paisaje común de los
tiempos feudales, tiempos en los cuales guerras en nombre de la religión y
combates por poder político no eran algo poco frecuente. El miedo a ser
atacados y las precauciones a tomar en consecuencia eran alicientes para este
tipo de organización hermética. Al ir transcurriendo los años turbulentos, y
llegada una mayor tranquilidad con el paso de las luchas, la burguesía se fue
desarrollando en los alrededores de las moradas de los señores feudales, dando
el salto hacia comunidades abiertas: mercado libre y fluido, intercambios
ágiles y destrabados de productos, señalaban la nueva tendencia hacia la
apertura social
.
A partir de entonces, la visión podía cambiar: no vivir toda la vida con un rol
funcional asumido de manera ineludible, perteneciendo a una clase fundada en
una creencia de fe; sino pasar a formar parte de un circuito comercial abierto
que permitía enriquecerse y, acorde a nuevos parámetros, ascender socialmente
–aunque sea en el bienestar económico-. Con el fortalecimiento de las nuevas
ideas de libertad económica, productiva y social, se iría afianzando con peso
la noción del hombre como hacedor de su propio destino, dejando atrás al hombre
de los estamentos fijos por voluntad divina o por organización político-social
infranqueable.
La
sociedad liberal posterior
Hay un conjunto de fenómenos históricos paradigmáticos que sintetizan
el surgimiento del liberalismo: la Revolución Gloriosa en 1688, la Ilustración
extendida a partir del siglo XVII, la Revolución Industrial desde mediados del
siglo XVIII, la Revolución Americana en Estados Unidos que lleva a la
Declaración de Independencia en 1776, y la Revolución Francesa en 1789.
Primero conviene referirse a un episodio contenedor de antecedentes
conceptuales que luego serían desarrollados por liberales en sus construcciones
jurídico-políticas: la Carta Magna en 1215.
Los Barones Rebeldes, nobles ingleses reacios a seguir soportando la
financiación de las guerras del Rey Juan sin Tierra mientras la intromisión de
la autoridad violentaba sus bienes, lograron que este, tras acalorados encuentros
en Runnymede, sellara el instrumento protector de derechos. Carrie-Ann Biondi
lo resume de la siguiente manera:
“Este [el sello al documento] fue un paso importante hacia la
concepción y puesta en práctica de gobierno adecuadamente limitado. En concreto,
la Carta Magna estableció los límites dentro de los cuales los individuos, así
como las corporaciones -como la Iglesia inglesa y la Ciudad de Londres-, serían
libres de actuar sin la intromisión injustificada del gobierno. La Carta afirmó
que el gobierno podía detener a la gente solamente por violaciones a las leyes
conocidas públicamente; que todas las detenciones debían llevarse a cabo
públicamente, con un testigo creíble que acreditara los cargos; y que los
acusados tenían derecho a un juicio rápido por un jurado de sus pares. Además,
estableció que el gobierno no podía tomar bienes o tierras de comerciantes o
propietarios sin compensación pronta y justa, y que el gobierno no podía
imponer multas excesivas –refiriéndose a multas que ascendían a la suma injusta
de tomar los medios de vida de la persona”.
La civilización occidental –no sin arduos, costosos y
trabajosos procesos de años- avanzó hacia sociedades con gobiernos limitados,
frenos al poder del Rey que se creía de origen divino, y respeto por la
libertad individual; y paralelamente se fue alejando de los procedimientos
arbitrarios, las medidas confiscatorias injustificadas y la depredación fiscal.
Con adelantos y retrocesos, no siempre de manera lineal, la civilización avanzó
.
Siglos después de la Carta Magna, vienen las mentadas revoluciones que catapultaron
al mundo a su siguiente escalón. Revoluciones jurídico-políticas como la
Gloriosa en Inglaterra, político-filosóficas como la estadounidense y la
francesa, económica-científica como la Industrial, y el movimiento integral
epistemológico-metafísico-ético-político-artístico de la Ilustración.
La Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra estuvo marcada por las ideas del
filósofo empirista John Locke. Sucede a partir de los intentos del rey católico
Jacobo II por reestablecer una monarquía absoluta desde su corriente religiosa;
movida rechazada por la gran mayoría de la sociedad inglesa. Tanto
parlamentarios como líderes de la iglesia anglicana, con apoyo popular,
recurrieron al príncipe holandés Guillermo de Orange para que enfrentara la
idea de Jacobo II, tomara la corona inglesa, mantuviera al protestantismo y
reivindicara al parlamento. La noción de monarquía absoluta fue derrotada y se
abrió el paso a la monarquía parlamentaria
.
Escribe Juan Pablo Fusi sobre la Gloriosa:
Las consecuencias fueron eminentes. La revolución concedió la
libertad religiosa (aunque no la completa igualdad política: la minoría
católica, y por tanto Irlanda, quedó privada de ciertos derechos). Reforzó la
independencia judicial. Purificó la administración de justicia. Abolió
prácticamente los delitos de naturaleza política, garantía esencial de la
libertad. Estableció un nuevo equilibrio de poder entre el rey y el Parlamento.
Sometió a la autoridad de éste la fijación anual de los gastos militares y la
aprobación de los impuestos: hizo de la Cámara de los Comunes la primera
institución del Estado. Abolió la censura y estableció la libertad de imprenta
-esto es, de expresión-, medida capital que Macaulay, el gran historiador
liberal, juzgó, con razón, como la más decisiva de las reformas
revolucionarias.
La revolución de 1688 dio a Inglaterra un sistema de libertades jurídicamente
regulado. No le dio una constitución escrita. Pero le dio algo tan importante
como eso: un Estado de derecho y un régimen parlamentario (…). Desterró de la
vida pública la intolerancia política y religiosa. Desplazó el poder en
beneficio de los representantes del pueblo. Negó el poder absoluto de los reyes.
Estableció el principio de que el consentimiento de los súbditos es pieza
irrenunciable de todo ordenamiento político justo, principios que Locke
fundamentó luego, en 1690, en su Dos tratados de gobierno, esa
obra capital de la teoría democrática.
Este episodio nos demuestra actuaciones -encaminadas en
disimiles direcciones- de personas pertenecientes a distintas corrientes
religiosas cristianas: anglicanos que compartieron posiciones con liberales, y
católicos que las enfrentaron. Así como algunos representantes de religión
constituían adversarios del liberalismo, otros religiosos trabajaban a su lado
en la esfera política de cara al futuro.
La Ilustración por su lado trajo el auge moral y científico de la nueva era. La
concepción del hombre como centro del mundo y unidad de medida de las cosas fue
el principio fundamental sobre el que se edificó la modernidad en sus variadas
ramificaciones. Avances políticos, sociales, médicos, biológicos y artísticos
hicieron del período ilustrado una fuente de sabiduría y creatividad que
redefinieron al ser humano y su entorno.
La Revolución Industrial, iniciada en Gran Bretaña y extendida por Europa,
implicó el florecimiento y crecimiento exponencial de la producción, la
inventiva, innovaciones y modernos métodos de fabricación. Impulsó a la
humanidad hacia un bienestar jamás conocido con anterioridad, cimentando las estructuras
y bases materiales de la moderna sociedad capitalista. El implemento de planes
sostenidos de producción, maquinarias y división del trabajo, catapultaron las
economías a niveles incomparables respecto de las antecesoras reducidas al
nivel de subsistencia. Lo que antes eran lujos, bajo la industrialización
capitalista pasaban a ser bienes normales de posible alcance para un número
cada vez mayor de personas.
La Revolución Americana marcó la explosión del individualismo ético en el
continente y fue cuna de la filosofía política liberal que ordenó ejemplarmente
al sistema estadounidense de cara a los notables éxitos que vendrían. El 4 de
julio de 1776 Estados Unidos logra su independencia, y en su documento
declarativo, un tesoro filosófico para todas las épocas, se afirma como
verdades evidentes “que todos los hombres son creados iguales; que son dotados
por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida,
la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos
se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes
legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma
de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho
a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos
principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las
mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”
. Notamos
en la redacción que los liberales hacían referencia a un creador y al hombre
como sujeto creado; otra muestra de que ser liberal no era una afrenta contra
las creencias en sí.
La Revolución Francesa, por su lado, gozó de una etapa liberal durante la cual
se produjeron reformas en consonancia con el espíritu moderno de libertad. En
1789 la
Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano se pronuncia en su introducción sobre los “derechos
naturales, inalienables y sagrados del hombre”, y luego enumera como derechos
naturales e imprescriptibles la libertad, la propiedad, la seguridad y la
resistencia a la opresión
.
Es cierto que baches en la Declaración y en su aplicación impidieron que se
logre completamente la igualdad ante la ley, mas es cierto también que implicó
una evolución conceptual digna de destacar respecto del estatus legal-social de
los franceses bajo las monarquías absolutas. Lamentablemente para los amantes
de la libertad, ni la intelectualidad ni la acción política de quienes
manejaban concepciones liberales fueron las que se impusieron en Francia, y la
Revolución giró a su posterior etapa jacobina donde el Terror Rojo fue la norma
y la guillotina el arma. Esta última etapa es la que más sufrieron los
representantes religiosos renuentes al cambio, no solo ya por el despliegue
filosófico en lo político y social que había significado la Revolución, al cual
repelían desde su conservadurismo pro
Antiguo
Régimen, sino porque –entre otros- fueron objeto de persecuciones y
violencia por parte de los seguidores de Maximilien Robespierre, el fanático
líder jacobino que ordenaba ejecuciones y represión contra los que se creían
conspiradores y también contra los que simplemente resultaban desagradables e
indeseables a los ojos de su línea jacobina (porque la falta de pruebas firmes
no era obstáculo para evitar la condena)
.
Todos estos episodios cruciales en la historia de la humanidad moldearon al
mundo moderno en el cual la religión, como jugador tradicional, y el
liberalismo, como el jugador nuevo que entraba a la cancha, debían coexistir.
Camino de coexistencia como sistemas aplicados
Las sociedades liberales (o con dosis de liberalismo) llevaron el
estandarte de la modernidad y el progreso; símbolos del auge fueron Inglaterra
y Estados Unidos. La religión, a su vez, no desapareció de la faz de la tierra,
sino que permaneció en los nuevos tiempos. En rigor, el liberalismo en sí no
significaba un peligro existencial para la religión, por lo que esta no debía
encontrar en aquél verdaderos motivos para creer que la haría retirarse
definitivamente. El liberalismo no proponía la prohibición de los credos, las
persecuciones de fe ni la abolición del culto. Lo que el surgimiento del estado
liberal había provocado, era una reconfiguración
de roles: la política pasaba a ser manejada en mayor medida por el
laicismo, y la religión pasaba en mayor medida a la esfera privada de los
individuos. Todo esto dado como una tendencia, pero no un rumbo absoluto:
quedaban reservorios y espacios religiosos en la vida pública de la sociedad
liberal. La religión no se retiraba del todo de la cosa pública, podía ser
debatida y enseñada en las universidades, pero el estado o sus instituciones ya no eran confesionales. En ocasiones,
la religión era explícitamente citada en documentos políticos fundacionales. Ejemplos
de la presencia religiosa se constataban en constituciones liberales como la
argentina -la cual sostenía al catolicismo como culto del estado-, y en países
entrados en la modernidad donde la iglesia seguía siendo una institución
subsidiada y de enorme influencia política y moral en el grueso de la
comunidad.
A pesar de los enfrentamientos políticos por espacios de poder y por el
establecimiento del principio general liberal de la separación entre estado e
iglesia, la coexistencia en el marco de las modernas republicas entre el
liberalismo y la religión era posible. Esto era así gracias a la esencia misma
del espíritu liberal: el derecho a la libertad individual que permitía a los
individuos asociarse libremente (por ejemplo en congregaciones religiosas),
profesar su culto sin temor a persecuciones oficiales, y difundir sus creencias
sin ser censurado. El liberalismo promovía desde sus bases principistas la
tolerancia religiosa, por lo que se suponía que la iglesia como institución no
debía temer su desaparición por orden política. A lo sumo, podía temer su
pérdida de seguidores por las influencias modernas y un rebaje en su poder
público, pero no temer por su existencia misma. El liberalismo, afincado en la
libertad, no era el comunismo: este
último era un totalitarismo atroz que se pintaba a sí mismo como enemigo de la religión, y persiguió y
asesinó a millares de representantes y fieles. En una moderna república
democrática liberal, un individuo podía mantener en su estructura mental ambos
esquemas conceptuales, liberal y religioso, y expresarlos pública y
privadamente sin ser amonestado o eliminado por ello: demostrar vocación cívica
y respeto por los derechos de terceros en la vía pública y relaciones privadas
con otros; practicar su religión con soltura sin que le sea impuesta y sin imponerla
a los demás.
El problema del liberalismo, entonces, no era con la religión como conjunto de
creencias a ser asumidas libremente por una persona, sino con los religiosos
que la consideraban de cumplimiento coactivo y obligatorio. En este aspecto, el
avance de la sociedad se dio en dirección al respeto por la autonomía
individual. La consideración amplia de la persona como ser libre que actuaba en
base a sus propias decisiones, se reflejaba aquí también en el punto específico
de la libertad religiosa. De modo que, en el conflicto entre el liberalismo
promotor de la libertad individual -con la correspondiente tolerancia religiosa-,
y los líderes religiosos que pretendían imponer sus creencias gracias al
aparato gubernamental represivo, fue el liberalismo quien triunfó y delineó a
la sociedad abierta, moderna y contemporánea. El pensador de la Escuela
Austríaca de Economía, Ludwig Von Mises, explicó desde su óptica esta relación
entre liberalismo y religión:
El liberalismo proclama la tolerancia para cualquier
confesión religiosa o concepción del mundo no por indiferencia hacia estas
cosas “superiores”, sino porque está firmemente convencido de que sobre
cualquier otra cosa debe primar la seguridad de la paz social. Y porque pide
tolerancia para todas las opiniones y para todas las iglesias y sectas
religiosas, debe confinarlas dentro de sus propios límites cuando los
sobrepasan con intolerancia.
A partir de las revoluciones liberales y ya entrada nuestra
época, hemos visto que la gran mayoría de personas religiosas (o que digan
sostener determinadas creencias religiosas aunque no sigan toda la normativa
canónica) han compatibilizado su fe con sus vivencias en la sociedad liberal y
los derechos reconocidos por esta. Los voceros del absolutismo religioso en la totalidad
de la vida de una persona y de un país, han quedado reducidos a una minoría hoy
sin fuerzas para revertir la liberalización experimentada por occidente.
Conclusión
El liberalismo entendido como movimiento intelectual o filosofía política, en
su aspecto ético, trae consigo una galería de valores en pos del respeto por
los derechos individuales de las personas. Analizándolo desde esta perspectiva
uno puede apreciar la gama de principios morales que sostienen su entramado. En
el ámbito intelectual estos valores entran en conflicto con valores religiosos
que refieran a la intolerancia y eliminación de lo distinto. Como movimiento
y/o filosofía, el liberalismo plantea derrotar a los valores contrarios en
el debate y la discusión, mediante la
argumentación y consolidación de los propios valores como adecuados a la
naturaleza humana y la vida en sociedad. Los liberales no estipulan la
eliminación de quienes son portadores de dichos valores al esgrimirlos en un
debate de ideas; el pensamiento no es un delito, por más desacertado que sea. La
refutación lógica de los errores y desaciertos es la vía liberal en este caso.
Las armas netamente físicas del liberalismo se utilizan cuando la confrontación
pasa precisamente al nivel físico por iniciativa del opositor. El liberalismo
le otorga al uso de la fuerza un estatus moral positivo únicamente cuando este
es
defensivo, para protegerse de
quienes
iniciaron la violencia. Es
decir, quien inicia el uso de fuerza física contra otros violando sus derechos,
puede ser legítimamente reprimido
.
Aquí ya pasamos a la segunda consideración del liberalismo, como sistema
político contextualizado en un estado moderno. Una república liberal no debe
imponer un catálogo de valores a sus ciudadanos, ni perseguir a las personas
por sus pensamientos e ideas. La república liberal solamente reacciona frente a
los que atentan contra las libertades fundamentales de los individuos
impidiéndoles desenvolverse en paz. De modo que tanto personas religiosas como
no religiosas pueden convivir pacíficamente en una sociedad liberal, por más
que sostengan códigos morales distintos, en la medida en que uno no inicie el
uso de la violencia contra el otro para imponer su voluntad.
Los conflictos intelectuales deben ser tratados en la esfera de las ideas, sin
traducirse en hechos concretos de violencia física. Cada uno será libre de
hacer su camino evitando perjudicar los derechos de terceros, sin que el
liberalismo como sistema social le prescriba los pasos a seguir en su vida. El
liberalismo se dedicará a mantener la paz, sin inmiscuirse en la integridad
mental de los individuos. Volvemos a citar aquí a Ludwig Von Mises sobre su
consideración del liberalismo:
La doctrina liberal considera exclusivamente el
comportamiento de los hombres en este mundo. Se interesa prioritariamente por
el aumento del bienestar exterior, material, de los individuos, y no se
preocupa directamente de sus necesidades interiores, de sus exigencias
espirituales y metafísicas. (…)
Si el liberalismo fija su atención exclusivamente en los bienes materiales, no
es porque minusvalore los bienes espirituales, sino porque está convencido de
que lo que hay de más alto y profundo en el hombre no puede quedar sometido a
reglas externas. Trata de crear tan sólo el bienestar exterior, porque sabe que
la riqueza interior, la riqueza espiritual, no puede venir al hombre desde
fuera, sino sólo desde su interior. No quiere sino crear las condiciones
preliminares para el desarrollo integral de la vida interior.
Es decir, que mientras el liberalismo como sistema social apunta
a las condiciones materiales para el desarrollo individual y la convivencia
pacífica entre personas, deja librada a las consciencias de cada uno la
formación espiritual e intelectual. Este espacio podrá ser rellenado por la
ciencia, la religión, la filosofía, lo que el individuo particular elija. Lo
crucial aquí es que elegirá libremente, sin estar bajo coerción.
Para finalizar, se sostiene que más allá de las mencionadas diferencias entre
el liberalismo y la religión en el plano de la intelectualidad y de los valores
morales, es posible una coexistencia pacífica entre ambas corrientes en cuanto
a sistemas socialmente aplicados. Esto será así en la medida que se respete el
principio de libertad individual defendido por el liberalismo, y la religión
sea mantenida en su contexto institucional sin buscar imponerse mediante la
fuerza pública. La sociedad liberal permite la convivencia de distintas
doctrinas y corrientes de pensamiento, y no se asienta en la proscripción de ideas
para mantener las propias. En un contexto liberal, la libertad de pensamiento y
creencias es un sello distintivo; y quienes estén interesados en que dicho
principio sea mantenido, tienen que sostener al sistema que lo establece.