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martes, 30 de diciembre de 2014

En el nombre del bien común

En el nombre del bien común
Ezequiel Eiben
31/7/2014


Estoy muriendo. Me quedan pocos minutos de esta miserable vida y quiero aprovecharlos para reivindicar, en la medida de lo posible, mi existencia.  Por eso escribo estas líneas, con mis últimas energías, para maldecir a la generación presente con toda mi furia, y alertar a la generación futura, si es que habrá alguna, con el dolor de la experiencia. He sido, como se decía en el ambiente, un hombre de derecho. Inmerso en la agonía que apaga mi tenue y débil luz, considero insultante que alguna vez se me haya llamado así. No lo merecí. Mis camaradas, tampoco. Los hombres de derecho asesinamos a la humanidad. La vimos caer, lentamente, y no acusamos recibo hasta que fue demasiado tarde, hasta que el último espasmo y el respiro final anunciando la muerte coronaron nuestra paupérrima actuación. Los hombres de derecho, valga la paradoja, traicionamos al derecho. Lo manipulamos hasta que dijo solamente lo que queríamos escuchar envueltos en una ambición de poder tan horrorosa y espeluznante como el vacío de irracionalidad que se abrió en nuestra mente. No tenemos perdón, ni nos da la cara para pedirlo. Mejor que nadie sabemos lo que hicimos, y la responsabilidad que nos cabe en el desastre. Permítanme que les cuente, en medio del suspiro de despedida, nuestro derrotero. Todo comenzó el día que cruzamos la primera línea. El día nefasto en el que conscientemente cometimos la traición básica, madre de todas las traiciones: violamos el principio  fundamental, la razón de ser de aquello a lo que nos dedicábamos. Ese día, hicimos lo peor: nosotros, académicos, abogados, políticos, jueces, profesionales de la ley, sabíamos que el derecho era solo un medio para alcanzar el sagrado valor justicia; pero aquella jornada lamentable, consideramos al derecho como un fin en sí mismo. En un asunto político importante que nos desvelaba, no obtuvimos lo que quisimos, y decidimos tergiversar el sentido del derecho para obtenerlo. Sin mirarnos a la cara, con furibundos gestos de implícita complicidad inconfesable en voz alta, nos pusimos de acuerdo y manoseamos la ley. Todos colaboramos: el académico elaboró la abstracción mediante un enredo semántico que la hizo sonar científicamente correcta y moralmente aceptable. El legislador la transformó en ley obligatoria. El abogado se valió de ella sin dudar en su reclamo para obtener su objetivo a pesar del razonable pedido de inconstitucionalidad de su colega contraparte. El juez falló aceptándola sin siquiera molestarse en evaluar su constitucionalidad. En conjunto, habíamos dado el peor paso hacia el infierno en la Tierra, el peor de los escenarios posibles. El derecho ya no servía como instrumento para las personas en búsqueda de justicia y paz; ahora solo era una fuente de poder que detentaban los que lo creaban y los que lo aplicaban. Ese día abrimos la puerta, y a partir de eso, el resto solo fue cuestión de tiempo. Una vez que nuestras mentes se desviaron del camino, cada vez costó menos dar pasos en la dirección equivocada aun a sabiendas de que los dábamos. Habíamos sepultado nuestra integridad, rendido nuestra rectitud, escondido nuestra honestidad, excusado nuestra debilidad, y aprobado nuestra maldad. Un coctel de inmoralidad que hubiese liquidado a cualquiera. Y en nuestro caso, el resultado está a la vista. Liquidamos a la humanidad. La reacción en cadena de nuestro pecado se desplegó como la bola de nieve que va creciendo cuesta abajo arrasando con todo lo que encuentra a su paso, inclusive los árboles más firmes de la montaña; aquellos que parece que ningún vendaval podría mover de su eje. Comenzamos a acumular poder y más poder, porque el derecho ya no apuntaba a la justicia, sino que era su propio norte. Surgió la regulación por la regulación misma, y no dejamos de notar que así dominábamos al resto. Quien poseía la fuente de la regulación, controlaba a los regulados. Y como nosotros mismos éramos quienes elaboraban los mecanismos de defensa de los regulados, otorgándoles vías de protesta para efectuar peticiones ante la autoridad (cuya composición también estaba copada por nosotros), convertíamos a dichos mecanismos en meras apariencias, sin efectividad real. Eran una ilusión, no podían afectarnos. Y así, nos transformamos en el horripilante monopolio del uso de la fuerza que sometió al mundo. Fuimos el Leviatán contra el cual nosotros mismos advertimos en un momento de la historia. Nótese: no nos importó; éramos un monstruo devorando a diestra y siniestra, y no nos importó. La peor parte, es lo que invocamos a la hora de justificar ante el público nuestro obrar. Aquél juego de palabras vacío que nos servía para engañarnos a nosotros mismos cuando un atisbo de cargo de consciencia surgía desde las oscuras profundidades que cubrían las mazmorras de nuestras cabezas. Aquella excusa que nos permitía fingir honrosas explicaciones entre nosotros, cómplices del asesinato, para no admitir los resultados. Todo lo que hacíamos, lo hacíamos en el nombre del bien común. No éramos otra cosa que una casta de ladrones enquistados en el poder absoluto, y nuestro código de aprobación para evadir la realidad y justificar el propio proceder y el del camarada de al lado, consistía en la apelación hasta el absurdo del bien común. Nunca nos molestamos en definir concretamente qué era el bien común, y en eso radicó el secreto de nuestro triunfo para imponernos con relativa facilidad. Evidentemente, nuestro bien no era el bien de nuestros dominados, y no había un bien común entre nosotros: los hombres de derecho eran el poder y el sometimiento a la esclavitud; el resto eran la debilidad y la esclavitud. En el nombre del bien común cometimos las peores atrocidades que se puedan imaginar; y no hubo defensa válida contra la vorágine imparable que desplegamos, porque no se podía combatir aquello que no estaba definido, aquella vaguedad conceptual que se fundía en una maraña de explicaciones inservibles que remitían a lo no demostrado, lo no probado, a la arbitrariedad misma. Impusimos la noción del bien común, los esclavos cayeron en nuestro juego y la aceptaron, luego intentaron redefinirla pero no pudieron. Ya habían perdido desde el momento en que la habían aceptado; a partir de dicha aceptación, habían entrado en nuestra cancha, y allí se jugaba con nuestras reglas. Por supuesto, perdían. La única manera que tenían de ganar, el rechazo total a nuestra trampa, la habían desperdiciado asumiendo nuestra premisa básica. De esta forma, el bien común fue el bien de nosotros, y el mal de ellos. Hicimos lo que quisimos con el derecho. En un mundo de paz las contribuciones voluntarias destinadas a financiar servicios sociales ostentaban un profundo significado moral de aporte libre para la defensa propia y de la comunidad. Nosotros no queríamos tal mundo. Eliminamos las contribuciones voluntarias creando un arma, el poder tributario, y su bala, el tributo. De ahí en adelante, el Leviatán podía efectuar detracciones coactivas de la riqueza de las personas para financiar los servicios sociales. Se perdió la moralidad del voluntarismo, y la libertad del aporte consentido y selectivo. Pero claro, nosotros actuábamos en nombre del bien común, nos auto-adjudicábamos el título de bondadosos y solidarios redistribuidores de la riqueza. El servicio a la sociedad era algo demasiado importante para dejarlo librado a las especulaciones de los avaros y egoístas que no aportarían lo que debían. Era evidente, y sin embargo bajo la premisa del bien común no se notaba, que nos creíamos más que los súbditos, y no había igualdad ante la ley. Ocupábamos una posición de poder superior. Si un particular le quitaba algo a otro particular sin su consentimiento, nuestro derecho tipificaba a la acción como robo. En cambio, si uno de los nuestros le quitaba algo a uno de ellos sin su consentimiento, nuestro derecho calificaba a la cuestión como impuesto. Era un juego de amos y esclavos, pero no se daban cuenta. A todas luces se trataba de una relación de fuerza de nuestro aparato coercitivo sobre su propiedad, pero el vínculo indecoroso quedaba diluido y encubierto en nuestra explicación del principio de legalidad. Lo que hacíamos era legal, estaba regulado, y eso bastaba. No reparaban en que detrás de la ley, estaba la fuerza.  Horas de academia, millones en propaganda y bombardeos constantes de regulaciones, todo en nombre del bien común, habían formateado cabezas para obedecer, no para desafiar. Cada ley que promulgábamos, contaba con el respaldo de nuestro arsenal armamentístico apuntando directamente a la cabeza del ciudadano potencialmente conflictivo que no deseara someterse a las regulaciones en nombre del bien común. La farsa se calzaba su máscara, y era un Montesco no reconocido en el baile de los Capuleto. Nuestra estrategia era sumamente inteligente: nos metíamos con los mejores, y manteníamos de rehenes a los más débiles. Y para que la verdadera fuente del mal, nosotros, pasara desapercibida, enfrentábamos a los súbditos entre sí. A los pobres les decíamos que lo que en rigor les pertenecía a ellos, estaba de mala manera en manos de los ricos. Los alentábamos a exigirles una porción de la torta, y subsidiábamos por lo bajo sus embates violentos contra las fortunas ajenas. Nos aprovechábamos de las necesidades físicas de los pobres, y nos presentábamos como la solución: canalizábamos sus demandas mediante planes sociales, y financiábamos (con dinero previamente expoliado a ellos mismos mediante el impuesto) sus desmanes contra la “alta sociedad”. Asignaciones, seguros por desempleo, y demás prestaciones que dibujaban al Leviatán como generoso repartidor, servían para esconder el clientelismo y el mantenimiento de rehenes ad eternum en el limbo entre la pobreza absoluta y el deseado ascenso económico, con fines electorales non sanctos. A los ricos los utilizábamos y los explotábamos. Les pintábamos a los pobres como enemigos hambrientos que venían en búsqueda de su propiedad, y luego entregábamos nuestra tarjeta de ayuda: el servicio de policía, y el reconocimiento (meramente nominal) del derecho de propiedad, los protegería de los violentos y delincuentes. A su vez, nos apoderábamos de parte de su riqueza para redistribuirla entre los carenciados, bajo el pretexto de que eso contribuiría a mantenerlos calmos porque se acortaban las distancias sociales. Inventamos el principio de capacidad contributiva, mediante el cual recaudamos una fortuna inconmensurable para nuestras arcas: el que más tenía, más contribuía. La excusa era el reparto y el sostenimiento equitativo del gasto público; la razón era otra: demostrar nuestro poder penalizando al que más producía, castigando al que mejor le iba, asegurándonos una fuente de financiación formidable para nuestro ilimitado desembolso público. Algunos abrieron los ojos y nos acusaron de despilfarro. Acuñaron un término peyorativo para describir nuestras políticas: populismo. Poco nos importó y lo transformamos en un elogio. Éramos la voz del pueblo que actuaba por y para el pueblo. Lo popular era lo que nosotros hacíamos; lo que hacían los que estaban nuestra contra era egoísta, antipatriótico, antisocial. Como castigo por osar cuestionarnos, les aumentamos los impuestos y con lo que obtuvimos creamos un programa de televisión destinado a escracharlos y demolerlos ante los ojos del anestesiado televidente. Era el show de la perversidad: insultábamos valiéndonos del dinero de los insultados. Les quitábamos lo suyo y lo empleábamos como si fueran fondos nuestros para denigrarlos. Por supuesto, los desdibujábamos para el vulgo; en el fondo sabíamos que los seguíamos necesitando. Porque una cosa debe quedar en claro: nosotros los necesitábamos a ellos; ellos no nos necesitaban a nosotros. He aquí nuestra gran e imperdonable depravación. No éramos nada por nosotros mismos. Para dominar, necesitábamos seres dominables. Solos no teníamos valor, como un ordenamiento jurídico sin sujetos de derecho a quienes aplicársele. Nosotros constituíamos burocracia y regulación, no riqueza y producción; coerción y expoliación, no aquello a coercer y expoliar.  Sencillamente, no valíamos nada. No podíamos subsistir ni un mes por nuestros propios medios. Ellos, en cambio, eran la necesaria llave de nuestro triunfo, la imprescindible carnada a emplear en la pesca del poder. Ellos eran los productores, los grandes generadores de riqueza, los que proveían lo que la gente necesitaba y satisfacían desde las necesidades más básicas hasta los gustos más lujosos y opulentos. Los industriales, empresarios, hombres de negocios, comerciantes, genios creativos, los encargados de depositar cada vez más arriba a la humanidad y elevar los estándares de vida hacia niveles inimaginables. Sin sus creaciones, nosotros no teníamos qué repartir. Necesitábamos que en primera instancia crearan, y luego nosotros invocábamos el privilegio legal de la distribución “igualitaria”, “equitativa”, “solidaria”, y cualquier adjetivo pegajoso y fácilmente transformable en eslogan que se nos ocurriera para fortalecer al bien común. Pero como no podía ser de otra manera, la situación llegó a un límite y todo terminó. Nos tomamos la atribución de poder endeudarnos con plata ajena para solventar el gasto público, aumentamos las detracciones para paliar la situación, y cometimos el más grueso de los errores existenciales: no pensar. Creímos, evadiendo la realidad, que íbamos a poder sostener una política de déficit fiscal en paralelo a niveles récords de recaudación tributaria; todo para financiar nuestro ineficiente, corrupto e inmoral circo en nombre del bien común. Tarde, percibimos que la realidad nos cacheteaba. La riqueza no se crea firmando un decreto, al igual que los salarios no aumentan pasando una ley que lo ordene. Necesitábamos más riqueza, y ella ya no estaba. Nos dimos cuenta lo que habíamos hecho como hombres de derecho. Terminamos por destruir la fuente generadora de riqueza, abusando de la fuente generadora de poder. Liquidamos a los productores en la economía, fortaleciendo a los dominadores en el derecho. Con este estado de situación, el balance necesariamente iba a ser negativo: los dominadores eran los fuertes pero solo servían para regular; los creadores generaban riqueza pero eran los débiles. Había mucha ley, y pocos bienes. El bien común se los había tragado. Juan Bautista Alberdi había escrito que la riqueza exige de la ley que no le haga sombra. No le hicimos caso; le hicimos sombra a la riqueza, la sumimos en la oscuridad, y la destruimos, a ella y a sus creadores. Con esto la humanidad cayó. Miles de millones murieron presas de nuestra irracionalidad. Somos lo más malvado que ha visto el mundo. Manipulamos el derecho, traicionamos su propósito y naturaleza, y asesinamos a la humanidad. Termino de escribir esta carta, con la débil esperanza de que alguien todavía esté vivo y la lea. Si encuentras esto, tienes que saber que eres la clave para un futuro mejor. No repitas errores. No subordines el creador al parásito. Devuélvele al derecho el lugar que le corresponde y del que nunca debió salir: el de instrumento al servicio de la justicia. Destruye al poder tributario, elimina la coerción de las relaciones humanas, y permite que las voluntades se desplieguen en libertad. Este es el marco que necesita el renacimiento de la humanidad. No la condenes de nuevo, como hicimos nosotros, en el nombre del bien común.

lunes, 26 de mayo de 2014

Los enemigos de la Libertad



Los enemigos de la Libertad
Ezequiel Eiben
Agosto 2013


Breve explicación sobre la obra 
Mi ensayo “Los enemigos de la Libertad” se refiere, como su título indica, a quiénes son los detractores y opositores de la Libertad en cuanto valor deseable y derecho natural del hombre.
Los enemigos de la Libertad están identificados en el eje Estado-gobierno-políticos estatistas. El texto explica cómo por medio de sus monopolios artificiales de la fuerza y de las decisiones de última ratio, regulaciones y prohibiciones, expansión del aparato burocrático sobre la vida privada de los ciudadanos, y el ejercicio de un poder verticalista a través del cual dan órdenes e imponen sus metas en las agendas de todos, restringen la libertad individual y bloquean las posibilidades de desarrollo humano.
Tras el pertinente análisis acerca de la dominación del eje sobre los individuos, formulo una propuesta para lograr y defender la Libertad. Establezco y desarrollo 4 elementos que considero de esencial presencia para conseguir una sociedad libre: valientes dispuestos al cambio de cara a lo nuevo, guardianes que protejan la conquista de la Libertad una vez lograda, modificaciones conceptuales necesarias para no repetir eufemismos y conceptos dañinos e inaplicables, y la liberalización de la sociedad que conlleva la abolición del Estado y la organización de los hombres en torno a relaciones plenamente voluntarias.
En la conclusión, postulo a la anarquía liberal como el contexto idóneo para vivir libremente; y llamo a la lucha en contra del eje Estado-gobierno-políticos estatistas que, como expreso, representa a los enemigos de la Libertad

Introducción

A lo largo de la historia, las heroicas luchas del hombre han exhibido en su propósito un denominador común: la obtención y/o conservación de la Libertad. Metafóricamente, podemos situar a la Libertad en la cima de una montaña. Si bien es un derecho que le corresponde por naturaleza y un valor por demás deseable, no le ha sido fácil al hombre el intento por llegar a lo más alto. Y esto es porque el camino empinado ha revelado obstáculos difíciles de sortear: la Libertad siempre tuvo sus detractores y oponentes. Una clasificación bipartita nos muestra que hay dos potenciales violadores de los derechos y la Libertad: los criminales ordinarios y el gobierno. En el presente ensayo, nos dedicaremos a tratar el tema exclusivamente respecto del segundo. Según Sun Tzu, debemos conocer al enemigo y conocernos a nosotros mismos en orden a ser exitosos en la guerra[1]. De este modo, siguiendo la máxima “Conoce a tu enemigo” como premisa fundamental en un enfrentamiento, vamos a explorar quiénes son los enemigos de la Libertad. Luego, explicaremos una propuesta para superar los escollos y defender tan preciado valor.

La función de los políticos: de mandatarios a mandantes
Los políticos son, o buscan ser, funcionarios de las instituciones públicas estatales. Forman parte activa del Estado y de la institución conocida como gobierno. De acuerdo a las teorías con más recepción en el ámbito académico, los políticos reciben su poder del pueblo que los elige para ocupar determinados cargos. Se supone que, al habérseles encomendado una tarea gubernamental, deben actuar como mandatarios de la ciudadanía. ¿Pero esto se da así en la realidad? Lo que se observa concretamente es que muchos desvían poder (persiguen fines distintos a los específicos de su puesto), se extralimitan en sus facultades (traspasando barreras y otorgándose potestades incorrectas), dan órdenes en vez de recibirlas (acentuando los dos vicios anteriormente señalados), y defienden intereses meramente sectarios y partidarios (apoyando de manera automática cualquier propuesta que surja en el seno de su partido por más que sea impropia) en vez de representar a la ciudadanía en general como corresponde. Se ha operado una brusca transformación del concepto, que lo ha hecho convertirse en su opuesto: el político actúa como mandante de la ciudadanía. Siente que el poder le corresponde de modo originario por derecho propio, y no por una delegación de los verdaderos titulares del mismo que son los ciudadanos. Y como es de esperar cuando alguien está en semejante situación de superioridad y no tiene escrúpulos, actúa en consecuencia: impone sus propios valores morales, prolifera el aparato burocrático de control sobre la vida de la gente, y fija sus metas personales o partidarias en la agenda de todos. Hay tres razones por las que esto sucede: 1) La actitud del político de cara a los incentivos del sistema: los Estados ubican de iure o de facto a los funcionarios públicos (por lo menos) un escalón por encima del resto de la gente, gozando estos de privilegios (por ejemplo, un salario inembargable); inmunidades (políticas y diplomáticas); y en los casos de sistemas corruptos, vías de escape para garantizar impunidad frente a ilícitos (protección corporativa del gobierno con complicidad de los que pertenecen al mismo ambiente). Además, la responsabilidad de los funcionarios públicos por ilícitos civiles, delitos penales y demás faltas, queda diluida en un mar burocrático de instancias estériles, embravecido adrede por la propia administración que no quiere ser controlada. La atribución de responsabilidad tampoco es efectiva en el manejo de las empresas estatales, deficientes por definición: los funcionarios no se hacen cargo de las pérdidas, no hay amenaza de quiebra o afectación al patrimonio personal (en el sentido económico del término) ni reprimenda personal por los desaciertos. Como las pérdidas son soportadas por los bolsillos de los pagadores de impuestos, no hay incentivo económico concreto al desempeño idóneo del rol del funcionario, y el despilfarro es la regla. Entonces, no sorprende la actitud del político de servirse de la ocasión para experimentar imprudentemente y actuar con negligencia bajo el manto protector de la impunidad o la carga impuesta a otros. 2) La actitud de la ciudadanía ante la situación: el ciudadano debería asumir su papel de mandante y controlar al político. Sin embargo, la dejadez, pasividad y negligencia son moneda corriente en amplias capas de la población. Los orígenes de esto pueden rastrearse en varios motivos. La educación pública estatal y la imposición de contenidos obligatorios por parte de los ministerios correspondientes a la educación pública privada, se dirigen a formatear la cabeza de los ciudadanos desde pequeños, adoctrinándolos en su visión del mundo y creando personas leales al Estado con consignas como el nacionalismo y el bien común, además de implantar el gobierno una auto justificación de sus funciones, incluso de las que vulneran la intimidad de la gente. Así, las personas crecen con la idea de que no hay opción alternativa al Estado, y que los poderes del gobierno se justifican en la voluntad de sus circunstanciales electores, o en su capacidad superior de discernir lo que es apropiado para el difuso concepto del “bienestar general”[2]. Por otra parte, hay países en donde la corrupción política es tan grande y el carácter corporativo del sector político hace tan infranqueable la posibilidad de Justicia, que el desánimo termina por vencer en las mentes ciudadanas reducidas a la impotencia que sufren lo que no pueden cambiar. Esto se suma al hecho de que el monopolio sobre la Justicia mantenido por el Estado provoca, llegado el caso, que este tenga que enjuiciarse a sí mismo o a sus propios funcionarios, manejándose todo dentro de la misma entidad. Y encima, en la mayoría de las ocasiones los ciudadanos particulares no pueden y/o no saben hacer frente a una burocracia diseñada para cuidarse a sí misma, lo que termina generando desconcierto e impresión de problema insoluble. 3) Un vicio congénito del sistema en sí: los problemas se producen y persistirán mientras se mantengan los principios básicos del sistema estatal. La falla es intrínseca, no una cuestión de mera contingencia: si los monopolios artificiales son malos y deficientes por definición, no se puede pretender que la creación de un monopolio artificial de nombre Estado sea bueno y eficiente. Y si a los políticos se les otorga un conjunto de herramientas para subordinar a la población, y hay todo un aparato de educación y propaganda dispuesto a justificar cualquier desmán; por más que exista la creencia de que ejercen un poder delegado por su titular (el pueblo), no debe sorprender que la praxis política termine en lo que termina.
En fin, con ciudadanos impregnados en su cotidianeidad por la peor escoria ideológica de nuestro tiempo (el estatismo), bombardeada por el aparato oficial; y siendo sometidos a continuas fases de desarme e impotencia frente al avance de los funcionarios públicos en sus roles; la política estatista se impone a la Libertad. El proceso de robustecimiento del Estado y de ensanchamiento del campo político provoca que la Libertad se vaya perdiendo progresivamente. Se enquista un curso vicioso: el Estado establece controles, para lo cual dicta leyes y crea instituciones; luego debe controlar a lo que instauró como controles; los resultados son nefastos, por lo que abre comisiones de investigación y vuelve a intervenir nuevamente para corregir lo que controlaba y ahora controlarlo con mayor ahínco; y así los controles se van reproduciendo. Al amparo del sistema estatista, el político no “tergiversa” sus funciones cuando va asumiendo más potestades y regulando vida y fortunas ajenas; sino que actúa con el poder que el propio sistema (erróneamente desde el punto de vista moral y natural) le confiere, de manera directa o indirecta, intencional o no intencional. Cabe citar aquí el célebre dictum de Lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”[3].

Vocación de los políticos
Es común escuchar en boca de los políticos que ellos se dedican a la función pública porque tienen “vocación de servicio”. En verdad, debido a la estructuración del sistema estatal que catapulta a la clase política[4] por encima de los ciudadanos, y permite y alienta a esta a expandir su campo de acción, lo que se evidencia es una verdadera vocación de dominación. La realización del “bien común” es un eufemismo que oculta o suaviza para el público programas políticos que persiguen intereses sectoriales. Desde que no existe algo que pueda ser catalogado como “bien común” por una autoridad superior (ya que los individuos tienen múltiples intereses y metas que no pueden ser conocidos en su totalidad por el gobernante), obviamente no puede perseguirse. Y como un acto basado en el poder político se sustenta en el uso de la fuerza (en la puesta en marcha de los mecanismos de coerción estatal para asegurar el cumplimiento y obediencia), aquellos que son coaccionados no pueden por lógica integrar lo que se denomine “bien común”, puesto que no están recibiendo un bien sino sufriendo una imposición ajena a su voluntad. Si hay un concepto que es utilizado por los gobiernos para uniformar por la fuerza gustos, ambiciones y planes de vida de la gente; y para arrogarse la potestad paternalista de determinar lo que sirve o debe ser desechado para la totalidad de la ciudadanía; es el concepto de “bien común”. Un concepto así ubicado en el engranaje de acción de un aparato burocrático gubernamental, no puede ser otra cosa que tiránico y represor del bien individual buscado en Libertad.

La relación del eje Estado-gobierno-políticos con la población

La relación que se construye entre Estado, gobierno y políticos por un lado, y el resto de la población por el otro, es una relación vertical de poder a favor de los primeros. El Estado es una entidad abstracta que domina un cierto territorio, el gobierno es la institución que allí ejerce el monopolio del uso de la fuerza y de las decisiones de última ratio, y los políticos y funcionarios en ejercicio de cargos públicos son los responsables de dirigir y hacer funcionar el aparato gubernamental. La población son las personas que viven dentro de los límites territoriales donde el gobierno tiene jurisdicción y a quienes se les imponen las decisiones políticas y judiciales[5]. El poder del eje Estado-gobierno-políticos se manifiesta en la imposición de subordinación sobre los ciudadanos y en la exigencia de obediencia. El verticalismo alude a que las órdenes y directrices van de arriba hacia abajo con respaldo y fundamento último en las armas del Estado. En este contexto, la Libertad y la Justicia, valores cardinales de un proyecto de sociedad que pretenda ser plenamente exitoso, son atacados desde tres frentes: A) No existe genuina igualdad ante la ley: el ordenamiento jurídico emplea una discriminación legal tomando como parámetro el siguiente status de las personas: si tienen o no un puesto en el Estado. Esto es avalado por una ética incorrecta, permisiva con funcionarios privilegiados para la ejecución de actos de violencia en detrimento de otros. Por lo tanto, si un particular toma por la fuerza algo que no le pertenece, la ley calificará al acto como robo, pero si lo mismo es efectuado por agentes del gobierno, la ley lo llamará impuesto[6]. B) Limitaciones y prohibiciones a la iniciativa individual: regulaciones y controles siembran obstáculos a la libre acción. Esto es particularmente palpable en tres aspectos: autodefensa (no se pueden crear ejércitos privados, y el gobierno prohíbe portación de armas o monopoliza el sistema de licencias); Justicia (el Estado tiene el monopolio de los tribunales de Justicia e impide el desarrollo de un sistema competitivo de cortes privadas); y economía (el mercado es intervenido por medidas burocráticas que se excusan en eufemismos como “defensa de la competencia”, y los contratos comerciales se firman bajo supervisión y moldeo oficial[7]). No es casualidad que regulaciones recaigan sobre estos ámbitos: el Estado quiere el título de defensor del ciudadano porque lo ayuda a justificar el desarme de estos y la monopolización de las armas, lo cual disminuye las posibilidades de que rebeliones populares desafíen su autoridad. También pretende ser el administrador de Justicia, y mediante un Tribunal Supremo en última instancia se asegura tener la última palabra en la resolución de controversias. Y además quiere vigilar e intervenir la economía, porque de allí extraerá fondos para financiar sus actividades y mantener a los funcionarios. C) Imposición de la jurisdicción: el Estado acentúa su dominación utilizando su poder para fijar leyes de cumplimiento obligatorio. Sumado a esto, dificulta o impide la libre circulación de personas en cuanto a entrada y salida del país, lo que puede traducirse en una situación fáctica de secuestro de ciudadanos en un territorio dado o bloqueo al tránsito voluntario[8]. Pero los políticos no ven desde su ventana un panorama tan complicado: ellos tienen garantizados por los “tributos” de los “contribuyentes” viajes a otros destinos como representantes de sus países en pomposos encuentros de organismos internacionales.  

Propuesta para lograr y defender la Libertad
Se requieren cuatro elementos esenciales para implementar una propuesta liberal alternativa al modelo estatal: 1) Valientes dispuestos al cambio: las ideas tienen un poder de influencia y movilización extraordinario, y aquí se requieren tanto intelectuales que generen y difundan ideas de Libertad como actores decididos a practicarlas. La gente tiene que recepcionar, hacer suyo el mensaje libertario; y actuar convencida en consecuencia. Hay que ejercer y defender los propios derechos, y no esperar que otros (sobre todo políticos) lo hagan por nosotros. Parafraseando a Yaron Brook: “Quien no está dispuesto a luchar por su Libertad, no la merece”. 2) Guardianes de la conquista: un proyecto libertario no puede mantenerse, una vez logrado el objetivo, si tras intensos esfuerzos se cae nuevamente en la pasividad y se le regala terreno al mal esclavista para que vuelva a surgir y parasite esfuerzos de la gente honesta y productiva. En palabras de Leonard Peikoff: “El poder del bien es enorme, pero depende de su consistencia”[9]. Vale decir, la condición de perdurabilidad del bien (en este caso, la sociedad en Libertad), es solidificar y hacer durar sus bases, cuidar la conquista obtenida. Resulta menester recordar a Thomas Jefferson: “El precio de la libertad es la eterna vigilancia”[10]. 3) Modificación conceptual: se deben dejar de lado conceptualizaciones que en el marco actual de estatismo pecan de ingenuas (como “políticos con vocación de servicio”), y que en el contexto general de la existencia de los Estados resultan inaplicables (como el supuesto “contrato social” al cual aparentemente todos adherimos de manera implícita legitimando así la existencia del monopolio legal de la violencia). En primer lugar, los políticos son los protagonistas del crecimiento monstruoso del Estado y  los responsables de su presencia interfiriendo en la vida privada de la gente. En segundo lugar, es una falsedad el “contrato” como idea de legitimación del Estado (¿alguien en nuestros días recuerda haberlo firmado? ¿O todos hemos actuado de modo que se presuponga nuestra aceptación?). Además, constituye una falacia petitio principii asumir que todos los que nacimos bajo dominio estatal prestamos nuestro consentimiento a su forma de dominación y a la institución de gobierno implantada. 4) Liberalizar la sociedad: el Estado debe ser abolido por injusto. Es insostenible la idea de querer compatibilizar en su totalidad la Libertad con semejante monopolio artificial que subyuga a la población dando por sentado que se aprueba su existencia y se debe obediencia a sus decisiones. Los individuos deben ser libres para asociarse con fines de protección y resolución pacífica de controversias, sin que se los subordine a los dictados de un voluminoso aparato estatal. De esta forma, en un contexto de anarquía liberal, se posibilita que todas las relaciones humanas sean voluntarias y para mutuo beneficio. Es decir, hay un grado máximo de Libertad (si se pudiera medirla políticamente) para que cada persona desarrolle su proyecto de vida, sin actos de fuerza estatales que estropeen sus ambiciones o decisiones coactivamente impuestas que maniaten su espíritu de prosperidad. Hay que sustituir la institución “gobierno” por una que no tenga connotaciones estatistas y no implique ejercer un indebido poder sobre la vida de un hombre: será mejor hablar de “administración”. Esta institución, despojada del carácter tiránico de los gobiernos, puede constituirse o no según quieran los interesados y quienes sean involucrados en sus determinaciones. Así, se opera un giro de 180 grados en la organización política: pasar de la sumisión en un marco “público estatal” a la aceptación en un marco privado; del dominio y la imposición a la voluntad y el consentimiento.        

Conclusión
El contexto idóneo para la Libertad es la anarquía liberal donde las sociedades son plenamente consentidas y hay adhesión voluntaria a instituciones privadas. La Libertad conlleva ausencia de coerción para que el individuo pueda elegir y desenvolverse. Si queremos ser libres, luchemos contra los que quieren presencia de coerción: Estado, gobierno y políticos estatistas; el eje que prolifera el poder de dominación. Luchemos contra los enemigos de la Libertad.
                                                            



[1] Sun Tzu; El arte de la guerra
[2] Síntoma cultural y símbolo de cómo se han dado vuelta los conceptos es que al comienzo de los discursos, cuando el disertante nombra a quienes se dirige, primero menciona a los políticos como si estos fueran los más importantes y merecieran un reconocimiento prioritario por su posición de autoridad; y luego se dirige en general al "público presente", deja para después la mención de los supuestos mandantes de los políticos, es decir el resto del “pueblo soberano” que le otorga el mandato a los funcionarios. Esto sin tener en cuenta que en los eventos destacados, los mejores asientos en primera fila suelen estar reservados casi con exclusividad para los políticos.
[3] Citado en Lord Acton, por José Carlos Rodríguez. Puede leerse en el siguiente link: http://www.ilustracionliberal.com/34/lord-acton-jose-carlos-rodriguez.html
[4] La palabra “clase” no tiene aquí un significado marxista ni pretensiones de distinción metafísica de un colectivo determinado; solamente apunta a referirse a un grupo de personas, en este caso los políticos.
[5] Por supuesto, debería considerarse a los políticos como parte de la población porque de hecho lo son; sin embargo no es impreciso hacer una distinción cuando estos están ocupando cargos oficiales, ya que el sistema estatal los dota con privilegios que les son negados a quienes no pertenecen a la burocracia.
[6] Murray N. Rothbard explica la corrección que tiene la teoría libertaria en estas cuestiones, porque aplica una ética universal que no hace excepciones a la “regla de oro”. En este sentido, escribe: “Los libertarios (…) no aplican ninguna vara de medir distinta al gobierno. (…) Nosotros creemos que el robo es un robo y que no queda legitimado porque una organización de ladrones decida llamarlo “impuestos”. Ver: Seis mitos sobre el libertarismo, por Murray N. Rothbard.
http://www.miseshispano.org/2012/07/seis-mitos-sobre-el-libertarismo-2/
[7] Incluso en ciertos ámbitos, como en el Derecho de Sociedades, puede llegar a articularse un sistema cerrado de “numerus clausus” donde las únicas figuras societarias posibles de constituir son las enumeradas taxativamente en la ley respectiva.
[8] Al utilizar los términos “secuestro” y “bloqueo” no me refiero específicamente a su significación jurídica utilizada en leyes que, de paso, son dictadas por los Estados. Este uso puede no encajar con los conceptos del derecho por motivos obvios: los Estados no le darán el alcance al que aludo para preservarse a sí mismos y limpiarse el nombre. Por lo que, conviene aclarar, el empleo de las palabras realizado aquí es según parámetros de análisis ético y político.
[9] ¿Por qué debe uno actuar por principio? – Leonard Peikoff
http://objetivismo.org/por-que-debe-uno-actuar-por-principio/
[10] La cita puede leerse en: http://www.liberalismo.org/citas/J/