martes, 30 de diciembre de 2014

En el nombre del bien común

En el nombre del bien común
Ezequiel Eiben
31/7/2014


Estoy muriendo. Me quedan pocos minutos de esta miserable vida y quiero aprovecharlos para reivindicar, en la medida de lo posible, mi existencia.  Por eso escribo estas líneas, con mis últimas energías, para maldecir a la generación presente con toda mi furia, y alertar a la generación futura, si es que habrá alguna, con el dolor de la experiencia. He sido, como se decía en el ambiente, un hombre de derecho. Inmerso en la agonía que apaga mi tenue y débil luz, considero insultante que alguna vez se me haya llamado así. No lo merecí. Mis camaradas, tampoco. Los hombres de derecho asesinamos a la humanidad. La vimos caer, lentamente, y no acusamos recibo hasta que fue demasiado tarde, hasta que el último espasmo y el respiro final anunciando la muerte coronaron nuestra paupérrima actuación. Los hombres de derecho, valga la paradoja, traicionamos al derecho. Lo manipulamos hasta que dijo solamente lo que queríamos escuchar envueltos en una ambición de poder tan horrorosa y espeluznante como el vacío de irracionalidad que se abrió en nuestra mente. No tenemos perdón, ni nos da la cara para pedirlo. Mejor que nadie sabemos lo que hicimos, y la responsabilidad que nos cabe en el desastre. Permítanme que les cuente, en medio del suspiro de despedida, nuestro derrotero. Todo comenzó el día que cruzamos la primera línea. El día nefasto en el que conscientemente cometimos la traición básica, madre de todas las traiciones: violamos el principio  fundamental, la razón de ser de aquello a lo que nos dedicábamos. Ese día, hicimos lo peor: nosotros, académicos, abogados, políticos, jueces, profesionales de la ley, sabíamos que el derecho era solo un medio para alcanzar el sagrado valor justicia; pero aquella jornada lamentable, consideramos al derecho como un fin en sí mismo. En un asunto político importante que nos desvelaba, no obtuvimos lo que quisimos, y decidimos tergiversar el sentido del derecho para obtenerlo. Sin mirarnos a la cara, con furibundos gestos de implícita complicidad inconfesable en voz alta, nos pusimos de acuerdo y manoseamos la ley. Todos colaboramos: el académico elaboró la abstracción mediante un enredo semántico que la hizo sonar científicamente correcta y moralmente aceptable. El legislador la transformó en ley obligatoria. El abogado se valió de ella sin dudar en su reclamo para obtener su objetivo a pesar del razonable pedido de inconstitucionalidad de su colega contraparte. El juez falló aceptándola sin siquiera molestarse en evaluar su constitucionalidad. En conjunto, habíamos dado el peor paso hacia el infierno en la Tierra, el peor de los escenarios posibles. El derecho ya no servía como instrumento para las personas en búsqueda de justicia y paz; ahora solo era una fuente de poder que detentaban los que lo creaban y los que lo aplicaban. Ese día abrimos la puerta, y a partir de eso, el resto solo fue cuestión de tiempo. Una vez que nuestras mentes se desviaron del camino, cada vez costó menos dar pasos en la dirección equivocada aun a sabiendas de que los dábamos. Habíamos sepultado nuestra integridad, rendido nuestra rectitud, escondido nuestra honestidad, excusado nuestra debilidad, y aprobado nuestra maldad. Un coctel de inmoralidad que hubiese liquidado a cualquiera. Y en nuestro caso, el resultado está a la vista. Liquidamos a la humanidad. La reacción en cadena de nuestro pecado se desplegó como la bola de nieve que va creciendo cuesta abajo arrasando con todo lo que encuentra a su paso, inclusive los árboles más firmes de la montaña; aquellos que parece que ningún vendaval podría mover de su eje. Comenzamos a acumular poder y más poder, porque el derecho ya no apuntaba a la justicia, sino que era su propio norte. Surgió la regulación por la regulación misma, y no dejamos de notar que así dominábamos al resto. Quien poseía la fuente de la regulación, controlaba a los regulados. Y como nosotros mismos éramos quienes elaboraban los mecanismos de defensa de los regulados, otorgándoles vías de protesta para efectuar peticiones ante la autoridad (cuya composición también estaba copada por nosotros), convertíamos a dichos mecanismos en meras apariencias, sin efectividad real. Eran una ilusión, no podían afectarnos. Y así, nos transformamos en el horripilante monopolio del uso de la fuerza que sometió al mundo. Fuimos el Leviatán contra el cual nosotros mismos advertimos en un momento de la historia. Nótese: no nos importó; éramos un monstruo devorando a diestra y siniestra, y no nos importó. La peor parte, es lo que invocamos a la hora de justificar ante el público nuestro obrar. Aquél juego de palabras vacío que nos servía para engañarnos a nosotros mismos cuando un atisbo de cargo de consciencia surgía desde las oscuras profundidades que cubrían las mazmorras de nuestras cabezas. Aquella excusa que nos permitía fingir honrosas explicaciones entre nosotros, cómplices del asesinato, para no admitir los resultados. Todo lo que hacíamos, lo hacíamos en el nombre del bien común. No éramos otra cosa que una casta de ladrones enquistados en el poder absoluto, y nuestro código de aprobación para evadir la realidad y justificar el propio proceder y el del camarada de al lado, consistía en la apelación hasta el absurdo del bien común. Nunca nos molestamos en definir concretamente qué era el bien común, y en eso radicó el secreto de nuestro triunfo para imponernos con relativa facilidad. Evidentemente, nuestro bien no era el bien de nuestros dominados, y no había un bien común entre nosotros: los hombres de derecho eran el poder y el sometimiento a la esclavitud; el resto eran la debilidad y la esclavitud. En el nombre del bien común cometimos las peores atrocidades que se puedan imaginar; y no hubo defensa válida contra la vorágine imparable que desplegamos, porque no se podía combatir aquello que no estaba definido, aquella vaguedad conceptual que se fundía en una maraña de explicaciones inservibles que remitían a lo no demostrado, lo no probado, a la arbitrariedad misma. Impusimos la noción del bien común, los esclavos cayeron en nuestro juego y la aceptaron, luego intentaron redefinirla pero no pudieron. Ya habían perdido desde el momento en que la habían aceptado; a partir de dicha aceptación, habían entrado en nuestra cancha, y allí se jugaba con nuestras reglas. Por supuesto, perdían. La única manera que tenían de ganar, el rechazo total a nuestra trampa, la habían desperdiciado asumiendo nuestra premisa básica. De esta forma, el bien común fue el bien de nosotros, y el mal de ellos. Hicimos lo que quisimos con el derecho. En un mundo de paz las contribuciones voluntarias destinadas a financiar servicios sociales ostentaban un profundo significado moral de aporte libre para la defensa propia y de la comunidad. Nosotros no queríamos tal mundo. Eliminamos las contribuciones voluntarias creando un arma, el poder tributario, y su bala, el tributo. De ahí en adelante, el Leviatán podía efectuar detracciones coactivas de la riqueza de las personas para financiar los servicios sociales. Se perdió la moralidad del voluntarismo, y la libertad del aporte consentido y selectivo. Pero claro, nosotros actuábamos en nombre del bien común, nos auto-adjudicábamos el título de bondadosos y solidarios redistribuidores de la riqueza. El servicio a la sociedad era algo demasiado importante para dejarlo librado a las especulaciones de los avaros y egoístas que no aportarían lo que debían. Era evidente, y sin embargo bajo la premisa del bien común no se notaba, que nos creíamos más que los súbditos, y no había igualdad ante la ley. Ocupábamos una posición de poder superior. Si un particular le quitaba algo a otro particular sin su consentimiento, nuestro derecho tipificaba a la acción como robo. En cambio, si uno de los nuestros le quitaba algo a uno de ellos sin su consentimiento, nuestro derecho calificaba a la cuestión como impuesto. Era un juego de amos y esclavos, pero no se daban cuenta. A todas luces se trataba de una relación de fuerza de nuestro aparato coercitivo sobre su propiedad, pero el vínculo indecoroso quedaba diluido y encubierto en nuestra explicación del principio de legalidad. Lo que hacíamos era legal, estaba regulado, y eso bastaba. No reparaban en que detrás de la ley, estaba la fuerza.  Horas de academia, millones en propaganda y bombardeos constantes de regulaciones, todo en nombre del bien común, habían formateado cabezas para obedecer, no para desafiar. Cada ley que promulgábamos, contaba con el respaldo de nuestro arsenal armamentístico apuntando directamente a la cabeza del ciudadano potencialmente conflictivo que no deseara someterse a las regulaciones en nombre del bien común. La farsa se calzaba su máscara, y era un Montesco no reconocido en el baile de los Capuleto. Nuestra estrategia era sumamente inteligente: nos metíamos con los mejores, y manteníamos de rehenes a los más débiles. Y para que la verdadera fuente del mal, nosotros, pasara desapercibida, enfrentábamos a los súbditos entre sí. A los pobres les decíamos que lo que en rigor les pertenecía a ellos, estaba de mala manera en manos de los ricos. Los alentábamos a exigirles una porción de la torta, y subsidiábamos por lo bajo sus embates violentos contra las fortunas ajenas. Nos aprovechábamos de las necesidades físicas de los pobres, y nos presentábamos como la solución: canalizábamos sus demandas mediante planes sociales, y financiábamos (con dinero previamente expoliado a ellos mismos mediante el impuesto) sus desmanes contra la “alta sociedad”. Asignaciones, seguros por desempleo, y demás prestaciones que dibujaban al Leviatán como generoso repartidor, servían para esconder el clientelismo y el mantenimiento de rehenes ad eternum en el limbo entre la pobreza absoluta y el deseado ascenso económico, con fines electorales non sanctos. A los ricos los utilizábamos y los explotábamos. Les pintábamos a los pobres como enemigos hambrientos que venían en búsqueda de su propiedad, y luego entregábamos nuestra tarjeta de ayuda: el servicio de policía, y el reconocimiento (meramente nominal) del derecho de propiedad, los protegería de los violentos y delincuentes. A su vez, nos apoderábamos de parte de su riqueza para redistribuirla entre los carenciados, bajo el pretexto de que eso contribuiría a mantenerlos calmos porque se acortaban las distancias sociales. Inventamos el principio de capacidad contributiva, mediante el cual recaudamos una fortuna inconmensurable para nuestras arcas: el que más tenía, más contribuía. La excusa era el reparto y el sostenimiento equitativo del gasto público; la razón era otra: demostrar nuestro poder penalizando al que más producía, castigando al que mejor le iba, asegurándonos una fuente de financiación formidable para nuestro ilimitado desembolso público. Algunos abrieron los ojos y nos acusaron de despilfarro. Acuñaron un término peyorativo para describir nuestras políticas: populismo. Poco nos importó y lo transformamos en un elogio. Éramos la voz del pueblo que actuaba por y para el pueblo. Lo popular era lo que nosotros hacíamos; lo que hacían los que estaban nuestra contra era egoísta, antipatriótico, antisocial. Como castigo por osar cuestionarnos, les aumentamos los impuestos y con lo que obtuvimos creamos un programa de televisión destinado a escracharlos y demolerlos ante los ojos del anestesiado televidente. Era el show de la perversidad: insultábamos valiéndonos del dinero de los insultados. Les quitábamos lo suyo y lo empleábamos como si fueran fondos nuestros para denigrarlos. Por supuesto, los desdibujábamos para el vulgo; en el fondo sabíamos que los seguíamos necesitando. Porque una cosa debe quedar en claro: nosotros los necesitábamos a ellos; ellos no nos necesitaban a nosotros. He aquí nuestra gran e imperdonable depravación. No éramos nada por nosotros mismos. Para dominar, necesitábamos seres dominables. Solos no teníamos valor, como un ordenamiento jurídico sin sujetos de derecho a quienes aplicársele. Nosotros constituíamos burocracia y regulación, no riqueza y producción; coerción y expoliación, no aquello a coercer y expoliar.  Sencillamente, no valíamos nada. No podíamos subsistir ni un mes por nuestros propios medios. Ellos, en cambio, eran la necesaria llave de nuestro triunfo, la imprescindible carnada a emplear en la pesca del poder. Ellos eran los productores, los grandes generadores de riqueza, los que proveían lo que la gente necesitaba y satisfacían desde las necesidades más básicas hasta los gustos más lujosos y opulentos. Los industriales, empresarios, hombres de negocios, comerciantes, genios creativos, los encargados de depositar cada vez más arriba a la humanidad y elevar los estándares de vida hacia niveles inimaginables. Sin sus creaciones, nosotros no teníamos qué repartir. Necesitábamos que en primera instancia crearan, y luego nosotros invocábamos el privilegio legal de la distribución “igualitaria”, “equitativa”, “solidaria”, y cualquier adjetivo pegajoso y fácilmente transformable en eslogan que se nos ocurriera para fortalecer al bien común. Pero como no podía ser de otra manera, la situación llegó a un límite y todo terminó. Nos tomamos la atribución de poder endeudarnos con plata ajena para solventar el gasto público, aumentamos las detracciones para paliar la situación, y cometimos el más grueso de los errores existenciales: no pensar. Creímos, evadiendo la realidad, que íbamos a poder sostener una política de déficit fiscal en paralelo a niveles récords de recaudación tributaria; todo para financiar nuestro ineficiente, corrupto e inmoral circo en nombre del bien común. Tarde, percibimos que la realidad nos cacheteaba. La riqueza no se crea firmando un decreto, al igual que los salarios no aumentan pasando una ley que lo ordene. Necesitábamos más riqueza, y ella ya no estaba. Nos dimos cuenta lo que habíamos hecho como hombres de derecho. Terminamos por destruir la fuente generadora de riqueza, abusando de la fuente generadora de poder. Liquidamos a los productores en la economía, fortaleciendo a los dominadores en el derecho. Con este estado de situación, el balance necesariamente iba a ser negativo: los dominadores eran los fuertes pero solo servían para regular; los creadores generaban riqueza pero eran los débiles. Había mucha ley, y pocos bienes. El bien común se los había tragado. Juan Bautista Alberdi había escrito que la riqueza exige de la ley que no le haga sombra. No le hicimos caso; le hicimos sombra a la riqueza, la sumimos en la oscuridad, y la destruimos, a ella y a sus creadores. Con esto la humanidad cayó. Miles de millones murieron presas de nuestra irracionalidad. Somos lo más malvado que ha visto el mundo. Manipulamos el derecho, traicionamos su propósito y naturaleza, y asesinamos a la humanidad. Termino de escribir esta carta, con la débil esperanza de que alguien todavía esté vivo y la lea. Si encuentras esto, tienes que saber que eres la clave para un futuro mejor. No repitas errores. No subordines el creador al parásito. Devuélvele al derecho el lugar que le corresponde y del que nunca debió salir: el de instrumento al servicio de la justicia. Destruye al poder tributario, elimina la coerción de las relaciones humanas, y permite que las voluntades se desplieguen en libertad. Este es el marco que necesita el renacimiento de la humanidad. No la condenes de nuevo, como hicimos nosotros, en el nombre del bien común.

No hay comentarios:

Publicar un comentario