martes, 30 de diciembre de 2014

Acercamientos y alejamientos en las teorías del valor de Ludwig Von Mises y Ayn Rand

Acercamientos y alejamientos en las teorías del valor de Ludwig Von Mises y Ayn Rand
Ezequiel Eiben
Fundación Ayn Rand, Fundación Bases, Partido Liberal Republicano.
V Congreso Internacional "La Escuela Austríaca en el Siglo XXI"
Área: Metodología, Teoría del conocimiento.
Septiembre 2014


Abstract
El presente estudio se efectuó en base a la comparación entre las teorías del valor de Ludwig Von Mises, en representación de la Escuela Austríaca, y Ayn Rand, máximo exponente del Objetivismo. El propósito consistió en identificar posibles acercamientos y alejamientos entre las posiciones de ambos autores y sus respectivas metodologías de trabajo, y en brindar una visión al respecto tras considerar lo examinado. 
Se concluyó que más allá de diferencias, Objetivismo puede aportar a EAE elementos conceptuales para mejorar su teoría. 

Resumen
El presente trabajo consiste en una comparación entre las teorías del valor de Ludwig Von Mises, perteneciente a la Escuela Austríaca de Economía, y Ayn Rand, filósofa creadora del Objetivismo. 
El propósito de la investigación es ahondar en la obra de los autores en lo respectivo a la teoría del valor, y las disciplinas metodológicas desde las cuales abordan su trabajo, para establecer puntos de acercamientos y alejamientos entre las ideas sometidas a consideración. De esta forma, se puede ver si hay coincidencias, diferencias irreconciliables, y aspectos en los cuales una teoría pueda aportarle a la otra para mejorarla, completarla, o corregirla. 
Se comienza analizando qué es el valor para cada autor, notando que en principio hay similitudes en el modo de definirlo. Luego se prosigue evaluando el papel que cumplen las alternativas en cada teoría, en relación a un contexto de opciones posibles frente a las cuales el individuo que valora elige y actúa. En seguida, nos adentramos en el tema de los medios y fines. Se percibe aquí una coincidencia expositiva entre el economista y la filósofa, al recurrir ambos al desarrollo de estos conceptos para explicar cómo y en base a qué una persona endereza su actuación eligiendo caminos para lograr sus objetivos y metas. A continuación, nos paramos específicamente en la ciencia escogida por cada autor para desplegar sus desarrollos conceptuales. Vemos que Mises utiliza a la praxeología como método de análisis de medios adecuados a fines sin interferencia de cuestiones morales; y Rand opta por la ética como rama de la filosofía, que enseña al hombre a formar un código de valores que guían su actuación en la consecución de propósitos racionales. En penúltimo lugar, ahondamos en las teorías de valor sobre las que se explayan los autores: Mises distingue entre subjetivismo y objetivismo; mientras que Rand alude a una clasificación tripartita más completa, agregando a la teoría intrínseca del valor. Por último, concluimos que el Objetivismo tiene material teórico para aportar a la Escuela Austríaca gracias a su más completa clasificación de escuelas filosóficas que se refieren al valor, y que los austríacos pueden valerse de esto para enriquecer su ya de por sí rico, complejo y admirable acervo intelectual.    


Introducción
Presentaré las teorías del valor de Ludwig Von Mises y Ayn Rand, esbozaré diferencias y acercamientos, y concluiré con una visión sobre el asunto.

Valor
Comencemos por las definiciones y consideraciones sobre el valor. Las primeras no difieren demasiado en cuanto al modo de expresión.
Mises escribe en su obra La Acción Humana:

El valor es la trascendencia que el hombre, al actuar, atribuye a los fines últimos que él mismo se haya propuesto alcanzar[1].

Es el hombre mismo quien atribuye importancia, mediante su propio accionar, a fines últimos por él escogidos. El valor proviene de la evaluación que efectúa el sujeto manifestada en su obrar.
Ayn Rand analiza al valor en su libro La virtud del egoísmo, en estos términos:

“Valor” es aquello que nos lleva a actuar para obtenerlo y/o conservarlo[2].  

El valor nos moviliza a la acción; es algo que queremos ganar, conseguir, preservar. El hombre valora y actúa en consecuencia para lograrlo.

Alternativa
Ambos autores asociarán la idea de valorar con alternativas existentes. Mises aborda el punto manifestando que los hombres eligen entre distintas opciones, y es allí -cuando el hombre actúa- que las valoraciones se tornan efectivas. El hombre elabora en su mente escalas de valores y evalúa los caminos a tomar, pero el momento en que se manifiesta mediante su acción exterior es donde la valoración asume “corporeidad”:

El hombre, al actuar, decide entre las diversas posibilidades ofrecidas a su elección. En la alternativa prefiere una determinada cosa a las demás.
Suele decirse que el hombre, cuando actúa, se representa mentalmente una escala de necesidades o valoraciones, con arreglo a la cual ordena su proceder. (…) Conviene, sin embargo, no olvidar que tal escala de valores o necesidades toma corporeidad sólo cuando la propia actuación humana se produce. Porque dichas escalas valorativas carecen de existencia autónoma; las estructuramos sólo una vez conocida la efectiva conducta del individuo[3].   

Rand acentúa aquello que debe responderse antes de hablar del valor:

El concepto de “valor” no es un concepto primario, pues presupone una respuesta a la pregunta: “¿Valor para quién o para qué? Presupone la existencia de una entidad capaz de actuar para alcanzar una meta, frente a una alternativa. Donde no hay alternativas no pueden existir metas ni valores[4].

El valor aparece aquí también asociado a la conducta y evaluación del hombre. Para hablar de valores, primero tenemos que referirnos al sujeto que valora, y qué valor tiene la cuestión para él. Un individuo puede valorar en un contexto donde puede tomar decisiones entre opciones posibles, donde tiene alternativas que pondera y entre las cuales escoge. Donde el individuo no tenga alternativas para escoger, lógicamente no podría valorar, no podría ponderar una por encima de otra.

Medios y fines
Otra coincidencia expositiva (no coincidencia en su significación teórica integral) es destacar los medios para alcanzar fines humanos, y lo que la persona ubica en su jerarquía de valores en la posición más alta: el “fin último” en Mises y el “valor supremo” en Rand.
Mises explica:

Los medios (…) resultan valorados de modo derivativo, según la utilidad o idoneidad de los mismos para alcanzar fines; su estimación depende del valor asignado al objeto en definitiva apetecido; para el hombre solo tienen interés en tanto en cuanto le permiten alcanzar determinada meta[5].   

El medio no tiene una consideración absoluta en sí misma; su valoración gira en torno a sus condiciones para alcanzar los objetivos propuestos. El interés fundamental del hombre es la meta a la que pretende llegar, y el interés por los medios se da únicamente en relación a la posibilidad que estos le conceden para llegar.
Rand también alude a medios en relación de dependencia con el fin. Su enfoque no se basará en el utilitarismo, sino en hechos de la realidad inspeccionados desde metafísica y epistemología:

Sin una meta final, o un fin, no puede haber metas o medios inferiores; una serie de medios que avanzan en progresión infinita hacia un fin inexistente es una imposibilidad metafísica y epistemológica. Solo una meta final, un fin en sí mismo, hace posible la existencia de valores. Metafísicamente, la vida es el único fenómeno que es un fin en sí mismo: un valor ganado y conservado a través de un constante proceso de acción. Desde el punto de vista epistemológico, el concepto de “valor” es genéticamente dependiente y se deriva del concepto precedente de “vida”[6].  

La propia existencia de los medios es posible precisamente porque hay una meta final a la cual se dirige el sujeto y frente a la cual los medios están encaminados. En términos metafísicos (estudio de la naturaleza de la realidad), la vida como proceso de acción autogenerado y auto-sustentado es el único fin en sí mismo; aquel valor máximo a sostener desde el cual se edifican las conductas del hombre. En términos epistemológicos (estudio del conocimiento y formación de conceptos), sin el concepto primario de “vida” -antecedente necesario e ineludible para hablar sobre el hombre y sus juicios-, no podemos hablar de “valor”. Conceptualmente, vida es presupuesto de valor, como fin lo es respecto de medios.
Mises observa que los fines últimos, esos objetivos planteados por la persona y por los cuales va a desplegar determinadas acciones, son los que demuestran en su concreta expresión al valor. Es en vinculación al fin último del sujeto obrante, que aparece en esplendor lo que llama “valor”:

Sólo con respecto a los fines últimos aparece el concepto de valor en sentido propio y genuino[7]

Rand enseña que el “valor supremo” es como el objetivo máximo, y determinará la posición desde la cual el individuo valorará las otras metas inferiores que sirven como medios para la consecución del valor supremo. Lo grafica con la “vida”:

Un valor supremo es aquella meta o destino final para alcanzar el cual todas las metas inferiores son medios. Tal valor supremo determina el patrón según el cual se evalúan las metas inferiores. La vida de un organismo es su patrón de valor; lo que ayuda a su vida es bueno, aquello que la amenaza es malo[8].   

Hasta aquí, los autores siguen un camino expositivo similar: objetivos últimos; medios para alcanzarlos; y valoraciones del individuo, escogiendo entre alternativas, la que mejor considera para que lo deposite en su meta.

Ciencia
Donde aparece el alejamiento teórico entre estos pensadores acerca de las teorías del valor, es en la caracterización correcta del valor como subjetivo u objetivo, su encuadre en uno u otro enfoque, y la disciplina desde la cual efectúan sus exposiciones.
Es desde la praxeología y la economía que Mises desarrolla el tema. Se focaliza en cómo la conducta humana se desenvuelve. No se ocupa de los fenómenos físicos en cuanto tales, ni de doctrinas normativas sobre cómo deberían ser las actitudes de los hombres frente a la realidad circundante. Se centra en lo que es, cuyo epicentro es la acción humana.

La praxeología, por eso, no se ocupa propiamente del mundo exterior, sino de la conducta del hombre al enfrentarse con aquél; el universo físico, per se, no interesa a nuestra ciencia; lo que ésta pretende es analizar la consciente reacción del hombre ante las realidades objetivas. La teoría económica, por eso, jamás alude a las cosas; interésase por los hombres, por sus apreciaciones y, consecuentemente, por las humanas acciones que de aquéllas derivan.
(…)
La praxeología y la economía no se ocupan de cómo deberían ser las apreciaciones y actuaciones humanas, ni menos aún de cuáles las mismas serían de tener los hombres una común filosofía, de absoluta vigencia, gozando todos de iguales conocimientos. En el marco de una ciencia cuyo objeto es el hombre, víctima con frecuencia de la equivocación y el error, no hay lugar para hablar de nada con «vigencia absoluta» y menos aún de omnisciencia. Fin es cuanto el hombre apetece; medio, cuanto al actor tal parece[9].

Mises apunta que las doctrinas éticas son las que se preocupan por describir cómo debería ser la realidad, señalan el bien y el mal, y aconsejan al hombre seguir determinado camino para la consecución del bien supremo. No así la praxeología ni la economía. Estas no toman partido por posturas morales; se concentran en la adecuación o no entre medios y fines humanos. Los fines son elegidos por la persona, esto es, de forma subjetiva, y no cabe aquí el empleo de ninguna regla absoluta para evaluarlos, ya que son propios de cada individuo. Muestra de la subjetividad alejada de lo absoluto, es que los fines de alguien pueden variar con el tiempo, modificándose su escala valorativa al haber un cambio en sus apetencias.

Estas disciplinas [praxeología y economía] advierten que los fines perseguidos por el hombre no pueden ser ponderados con arreglo a norma alguna de carácter absoluto. Los fines, como decíamos, constituyen datos irreductibles, son puramente subjetivos, difieren de persona a persona y, aun en un mismo individuo, varían según el momento[10].

Mises se acomoda dentro de la teoría subjetiva del valor. De esta forma, subraya que el valor no se encuentra en las cosas, sino en la propia persona, quien observa la realidad circundante, y actúa para pasar de una situación menos beneficiosa a una más beneficiosa, valiéndose de medios escogidos en base a una consideración de utilidad para alcanzar los fines últimos que se ha propuesto. Es el sujeto quien al actuar expresa valor adoptando decisiones en miras a lo que le apetece conseguir y plasmándolas en acción. El valor viene del sujeto, encuentra su origen allí, y su vía de manifestación ostensible es la acción.  

El valor no es de condición objetiva; no se halla ínsito en las cosas. Somos nosotros, en cambio, quienes lo llevamos dentro; depende, en cada caso, de cómo reaccione el sujeto ante específicas circunstancias externas[11].

Ayn Rand, por su parte, desarrolla su teoría desde la ética como rama de la filosofía. A la pregunta “¿qué es la moral o la ética?”, la filósofa rusa responde:

Es un código de valores para guiar las elecciones y acciones del ser humano, aquellas que determinarán el propósito y el curso de su vida. La ética, como ciencia, se ocupa de descubrir y definir tal código[12]
 
Puede apreciarse que la pensadora se ubica en una ciencia normativa, contrario a lo que hace Mises. La ética atraviesa la vida de la persona y le enseña a descubrir principios por los cuales debe guiarse para su realización personal. La ética, en el objetivismo, está presente incluso en la economía, postulado que le valió enfrentamientos con gente del área. El economista de la Escuela de Chicago Milton Friedman se mostró reacio al objetivismo en esta cuestión de la moralidad en la economía. Rand se manifestó con ironía al respecto:

¿Sabéis que objeción tiene [Milton Friedman] contra Objetivismo? (…) Nosotros introducimos moralidad en la economía. La economía debería ser “amoral”[13].    

Rand no ve a la ética como algo meramente subjetivo de lo cual el hombre puede prescindir al mismo tiempo que pretenda vivir como digno ser humano; la ética es una necesidad objetiva del hombre, este necesita definir su código de valores para vivir como hombre, no como una bestia. Y logrará su definición basándose en hechos metafísicos, es decir, correspondientes a la realidad.
Los tres valores básicos de la ética objetivista son razón, propósito, y autoestima. La razón es la facultad que sirve para identificar e integrar el material provisto por los sentidos; distingue al hombre de los demás seres vivos, y es esencial para construir un código objetivo de valores. El propósito fundamental del hombre, el valor central que integra al resto, es su trabajo productivo. La autoestima es definida con precisión por Nathaniel Branden -quien formó parte del movimiento objetivista en su juventud-, como la experiencia de ser aptos para la vida y para las experiencias de la vida[14]
Rand considera lamentable que la mayoría absoluta de los filósofos consideren a la ética como una disciplina inmersa en el subjetivismo. El subjetivismo es lo irracional, lo caprichoso, lo arbitrario, dependiente de lo emocional. Por ende, ningún subjetivismo es capaz de definir a consciencia un código racional de valores. Su ética, por el contrario, sí está basada en lo objetivo, en cuanto a valores y virtudes en correspondencia con la realidad, y postula absolutos -otro aspecto que Mises rechaza desde la praxeología- como algo independiente de los deseos caprichosos del hombre.
Mises se refería a los fines y elecciones de los hombres como subjetivos, variables de persona a persona. ¿Cómo hace Rand para explicar fines y elecciones individuales sin caer en el subjetivismo? Distinguiendo entre la abstracción general que sirve de guía al hombre, y el logro a conseguir que cada hombre fije en base a sus propias decisiones -pero sin dejar nada librado a la arbitrariedad y relacionando todo a los hechos de la realidad que muestran cómo se desenvuelve un ser racional-:

Para la ética objetivista, la vida humana es el patrón de valor, y la vida, el propósito ético de cada individuo.
En este contexto, la diferencia entre “norma” y “propósito” es la siguiente: una “norma” es un principio abstracto que sirve como medida o regla para guiar al hombre en sus elecciones en pos de un propósito concreto, específico. “Lo que se requiere para la supervivencia del hombre en cuanto hombre” es un principio abstracto aplicable a cada hombre individualmente. La misión de aplicar este principio a un propósito concreto, específico, el propósito de vivir la vida adecuada a un ser racional, pertenece a cada hombre individual, y la vida que ha de vivir es la suya[15].   

El hecho de que un hombre tome sus propias decisiones de cara a lograr una misión personalmente asumida, no torna a sus valores en meras subjetividades. En la medida en que guíe su actuación por un principio racional de conducta, y su propósito se corresponda con su naturaleza específica de ser racional que vive la vida como tal, el hombre actúa con objetividad. Fin propio, propósito concreto, no equivalen a arbitrariedad y subjetividad en términos objetivistas.
Llegados a este punto, hay que reparar en la observación de Warren Orbaugh, quien compara a ambos autores y concluye que emplean el término “subjetivo” en distintos significados. Mientras que Rand se refiere a lo ciegamente emocional y arbitrario, Mises alude en este caso a lo que se encuentra en la mente de la persona[16].
Ninguno de los dos autores niega una realidad objetiva; en lo que sí difieren aquí es en el significado que le otorgan a lo subjetivo. Para Mises una conducta racional de un sujeto que elige un fin descartando alternativas en base a propias valoraciones, es una muestra de subjetivismo. Para Rand, la conducta subjetiva no es equivalente a la conducta de una persona particular; lo subjetivo va asociado a lo arbitrario, y una conducta personal, afincada en valores racionales, no deja de ser objetiva por el hecho de que sea peculiar de un hombre.
En Mises, lo subjetivo puede ser correcto u erróneo, dependiendo del proceder evaluativo de la persona. Lo señala desde los usos del valor, distinguiendo el uso subjetivo y el uso objetivo, y cómo el primero puede sufrir de equivocaciones por parte del sujeto que valora:

Para la praxeología, el término utilidad equivale a la importancia atribuida a cierta cosa en razón a su supuesta capacidad para suprimir determinada incomodidad humana. El concepto praxeológico de utilidad (valor en uso subjetivo, según la terminología de los primitivos economistas de la escuela austríaca) debe diferenciarse claramente del concepto técnico de utilidad (valor en uso objetivo, como decían los indicados investigadores). El valor en uso en sentido objetivo es la relación existente entre una cosa y el efecto que la misma puede producir. (…) El valor en uso de carácter subjetivo no tiene por qué coincidir con el valor en uso objetivo. Hay cosas a las cuales se atribuye valor en uso subjetivo simplemente porque las gentes suponen erróneamente que gozan de capacidad para producir ciertos efectos deseados. Por otro lado, existen cosas que pueden provocar apetecidas consecuencias, a las cuales, sin embargo, no se atribuye valor alguno en uso, por cuanto la gente ignora dicha potencialidad[17].   

Vale decir, objetivamente se puede establecer que una cosa produce determinadas consecuencias; y subjetivamente, el individuo puede atribuirle una determinada importancia de cara a solucionar una incomodidad, pudiendo el uso subjetivo coincidir con el uso objetivo, o estar equivocado por fundamentarse en una errónea apreciación del hombre respecto de la pertinencia de la cosa para ponerle fin a la incomodidad.
En Rand, el subjetivismo tiene necesariamente una connotación negativa:

En los lamentables anales de la historia de las éticas (…), los moralistas consideraron que la ética está sujeta a caprichos, es decir, a lo irracional. (…) Un capricho es un deseo experimentando por una persona que ni conoce ni se preocupa por descubrir sus causas.
(…)
La mayoría de los filósofos (…) no se preocuparon por descubrir [respecto de la ética] su causa metafísica o validez objetiva.
(…) la mayoría de los filósofos declaran ahora que la razón ha fracasado, que la ética se encuentra fuera del poder de la razón, que nunca podrá definirse una ética racional y que (…) el hombre debe dejarse guiar por (…) la fe, el instinto, la intuición, la revelación, el sentimiento, el gusto, la urgencia, el deseo, el capricho. (…) (ellos lo llaman “postulado arbitrario”, “elección subjetiva” o “compromiso emocional”). (…) consideran en forma unánime que la ética es una cuestión subjetiva, y que las tres cosas excluidas de su terreno son: la razón, la mente y la realidad.
Si usted se pregunta por qué el mundo se está hundiendo en un infierno cada vez más profundo, ésa es la razón[18].  

El subjetivismo ético es una fuerza destructora de la mente humana, ya que pulveriza las posibilidades de identificar racionalmente cuáles son las necesidades del hombre que deben ser atendidas, desintegra la facultad conceptual que permite elaborar principios abstractos validados metafísicamente, e incurre en la falacia de adaptar la realidad a los propios pareceres en vez de adaptar los pareceres a la realidad.

Teorías
Mises distingue dos teorías de valor: el subjetivismo y el objetivismo.

En este sentido hablamos del subjetivismo de la ciencia general de la acción humana; acepta como realidades insoslayables los fines últimos a los que el hombre, al actuar, aspira; es enteramente neutral respecto a ellos, absteniéndose de formular juicio valorativo alguno. Lo único que le preocupa es determinar si los medios empleados son idóneos para la consecución de los fines propuestos. Cuando (…) el utilitarismo o la economía [hablan] de utilidad, estamos ante términos que debemos interpretar de un modo subjetivo, en el sentido de que mediante ellos se pretende expresar aquello que el hombre, por resultarle atractivo, persigue al actuar. (…) progreso ha supuesto la moderna teoría subjetivista del valor comparativamente a la anterior teoría objetivista propugnada por la escuela clásica. Y precisamente en tal subjetivismo reside la objetividad de nuestra ciencia. Por ser subjetivista y por aceptar los juicios de apreciación del hombre actuante como datos últimos no susceptibles de ningún examen crítico posterior, nuestra ciencia (…) no interviene en los conflictos que se plantean las diferentes escuelas dogmáticas y éticas; apártase de toda preconcebida idea, de todo juicio o valoración; sus enseñanzas resultan universalmente válidas y ella misma es humana absoluta y puramente[19].

El subjetivismo es la admisión de que los fines son distintos en distintas personas, que no hay manera de juzgarlos mediante una norma absoluta, y que estudiar los medios para su concreción otorga el fundamento de validez para la teoría. Por objetivismo, Mises no se refiere a la teoría ética randiana, sino a visiones que ponen al valor en la cosa en sí.
Rand, a su vez, distingue tres teorías de valor: objetiva, subjetiva e intrínseca.

La teoría intrínseca sostiene que el bienestar es inherente a ciertas cosas y acciones como tales (…) sin tomar en consideración cualquier beneficio o lesión (…) [divorcia] el concepto de “valor” del evaluador y del propósito. (…).
La teoría subjetivista sostiene que el bienestar no guarda relación con los hechos de la realidad (…) que es creada por sus sentimientos (…) que es meramente un “postulado arbitrario” (…).
La teoría objetivista sostiene que el bienestar (…) [es] una evaluación de los hechos de la realidad por la conciencia del hombre de acuerdo con un estándar racional de valor. (…) debe ser descubierto, no inventado, por el hombre[20].

Rand distingue explícitamente una tercera categoría no presente en Mises: la escuela intrínseca. Atribuye a ella lo que Mises pone en el objetivismo, modifica la noción de subjetivismo, y redefine el objetivismo de una forma distinta y superior a lo hecho por el austríaco.
La teoría intrínseca es la que sitúa al valor en la cosa por sí misma, independientemente de algún sujeto que valore. Esta, y no el objetivismo, es la teoría que adoptan las dictaduras como la soviética o la nazi. De aquí nacen las acciones con valor en sí que determinan el valor-trabajo, los controles de precios para indicar cuándo son “justos”, y los hombres superiores por el mero hecho de pertenecer a una determinada raza.
El subjetivismo es la arbitrariedad manifiesta, que no obedece a la realidad y no se afinca en sus hechos para valorar. Si todo es mera arbitrariedad o caprichos, no hay punto en común que puedan encontrar las personas para comunicarse válidamente entre sí ni para recurrir a un árbitro que resuelva desacuerdos. De aquí nace el posmodernismo que avala y justifica dictaduras islamistas y autoritarismos socialdemócratas en nombre de las “diferencias culturales” y la “inclusión social” que fuerzan a aceptar -o no cuestionar- lo distinto.
La teoría objetiva se basa en la razón como medio de comunicación entre hombres y el reconocimiento de los hechos de la realidad (como que cada hombre es un ser individual cuyo ejercicio de derechos le permite la convivencia pacífica). Esta escuela es la que produce una sociedad capitalista, donde cada cual persigue su bienestar sin ser coaccionado a perseguir el de otros, o a aceptar caprichos injustificables provenientes de lo no explicado.    

Conclusión
Mises analiza desde la praxeología exenta de moral. Rand analiza desde la ética edificadora de los valores morales. Hay incompatibilidad en la metodología científica porque la praxeología no se mete en las doctrinas morales, y la ética objetivista es precisamente una visión moral para la conducta del hombre. Pero en cuanto a teorías de valor, los austríacos pueden tomar lo que los objetivistas enseñan: la clasificación tripartita, indicando que lo que le machacan al objetivismo es en realidad perteneciente a la teoría intrínseca; que el subjetivismo es arbitrariedad con desprendimiento de la realidad e irracional; y que el objetivismo es la consideración integral de la consciencia humana en relación con hechos metafísicos innegables. Con esto, la Escuela Austríaca enriquecerá su metodología y análisis, y encontrará en el Objetivismo un aliado para refutar soportes y caprichos científicos de dictaduras y doctrinas arbitrarias.




[1] Von Mises, Ludwig; La Acción Humana, Unión Editorial, edición de 1986, p. 158
[2] Rand, Ayn; La virtud del egoísmo, Grito Sagrado, edición de 2006, p. 22
[3] La acción humana, p. 157
[4] La virtud del egoísmo, p. 22
[5] La acción humana, p. 158
[6] La virtud del egoísmo, p. 24, 25
[7] La acción humana, p. 158
[8] La virtud del egoísmo, p. 24
[9] La acción humana, p. 153, 154
[10] La acción humana, p. 157
[11] La acción humana, p. 158, 159
[12] La virtud del egoísmo, p. 20
[13] Ayn Rand sobre Milton Friedman
https://www.youtube.com/watch?v=NoeOAxFcLbg
[14] Branden, Nathaniel; El poder de la autoestima, Paidós, edición de 2009, p. 14
[15] La virtud del egoísmo, p. 36
[16] Similarities and diferences between Ludwig von Mises and Ayn Rand´s ideas - Warren Orbaugh
http://centrodecapitalismo.wordpress.com/2012/04/26/similitudes-y-diferencias-entre-las-ideas-de-ludwig-von-mises-y-ayn-rand/
[17] La acción humana, p. 195, 196
[18] La virtud del egoísmo, p. 20-22
[19] La acción humana, p. 49, 50
[20] Rand, Ayn; Capitalismo: el ideal desconocido, Grito Sagrado, edición de 2008, p. 28, 29

Seguridad Jurídica

Seguridad Jurídica
Ezequiel Eiben
20/3/2014

Un principio fundamental que debe regir cualquier ordenamiento jurídico que pretenda estabilidad, confianza y previsión es el de seguridad jurídica. Las normas que componen un sistema legal deben estar acopladas en torno a esta enunciación en aras de cumplir efectivamente su función regulatoria. Ahora bien, ¿en qué consisten y por qué son necesarias las notas antes mencionadas? Pasemos a responder

Estabilidad: Se refiere a cierta permanencia de las normas y a la conservación de la institucionalidad. No alude a que nada nunca cambie, ni a que se deban mantener a rajatabla las formas cuando la situación amerita actuación urgente en discordancia en términos morales. Sí implica que en una situación de paz y armonía, o bien incluso en un marco de extrema necesidad y conflictividad, cuando hay justicia en las normas, se pueda apelar a ellas con la total garantía que están allí para hacerse respetar y que no sufrirán rechazo en su aplicación correcta. Las normas pueden ser modificadas: lo importante es que se siga un procedimiento legítimo y reconocido previamente, no que el cambio obedezca a caprichos momentáneos de una elite gobernante. La institucionalidad debe ser mantenida, pero siempre en cuanto esta favorece la resolución de conflictos y el logro de la justicia. No se debe ser esclavo de normas ni de instituciones en tanto estas lleven a deshumanizar o perjudicar indebidamente a aquellos sobre los cuales recae. No debe haber una obligación a obedecer las normas represivas de una tiranía ni la institucionalidad impuesta por un dictador. Por eso hacemos alusión a los contextos, sin los cuales no pueden entenderse la relación de los sujetos con las normas. Es valioso que mientras sea posible, útil y justo, se mantenga el orden previamente aceptado. En este sentido, la estabilidad sigue un enfoque principista: se mantienen las bases del sistema, se respetan los fundamentos últimos de su existencia, no se alteran los pilares y soportes que permiten que funcione. La esencia se conserva. Los cambios llegan oportunamente, en intereses de los sujetos regulados, y no son obra de la arbitrariedad ni de un ataque a los principios, que para ser tales deben ser consistentes e irrenunciables.

Confianza: Es la certeza que se inspira en los sujetos, respecto de cuáles son las normas, sobre qué aspectos recaen, y la claridad de sus propósitos. Implica saber que las normas tienen un significado y cubren determinadas cuestiones, y que esto no puede ser modificado brusca y arbitrariamente ni puede ser alterado por mecanismos faltos de idoneidad. Contexto que provoca que las personas obren y contraten al amparo de las disposiciones legales, en el conocimiento de que en el derecho tienen una herramienta útil, librada de medias tintas y oscuridades, para llevar adelante sus designios. La falta de confianza en la ley desalienta emprendimientos e inversiones porque no se tiene claro si esta resultará en última instancia perjudicial; lo cual conduce al desincentivo en la iniciativa privada o bien lleva a eludir la ley y actuar en las sombras, lejos de la normativa que entorpece u obstaculiza los planes.
  
Previsión: Permite a los sujetos tener una visión de futuro, imaginarse lo que vendrá, especular con las posibilidades, dentro de un marco sensato de opciones. La previsión es para la persona poder saber (en cierta medida), predecir o imaginar lo que pasará o lo que puede llegar a pasar mañana en un entorno esperable; y en base a ese conocimiento cierto o probable dentro de un contexto de racionalidad, tener la posibilidad de planificar a largo plazo. Sin previsión, sin visión a futuro, el sujeto queda condenado a achicar su perspectiva, a vivir al día, a estar únicamente sobreviviendo en el momento. En un marco sin previsión, los grandes emprendimientos que requieren plazos de trabajo y extensivas jornadas de diseño y realización, quedan estancados y son imposibles o harto dificultosos.
Solo cuando hay seguridad jurídica, podemos hablar de un ejercicio efectivo de derechos plenamente consagrados en un ordenamiento legal. Si no hay seguridad jurídica (certeza de derechos, mecanismos de defensa de estos frente a los embates, afianzamiento de garantías a la hora de actuar y resolver conflictos), no hay estrictamente derechos, sino que hay permisos. Y los permisos no tienen la fuerza, estabilidad, confianza y previsión de los derechos. Los permisos, como los entienden las mentes que rechazan el principio de la seguridad jurídica, están sujetos a la subjetividad de la autoridad que los otorga, y son revocables: pueden ser quitados en cualquier momento por su dador. Es decir, quien puede dar, puede quitar; lo que hoy se permite, mañana puede que no, y esto no se basa en un ordenamiento principista y claro, sino en antojos burocráticos.  
La seguridad jurídica debe ir de la mano con la racionalidad en su implementación. Esto es, generar un marco propicio para que las personas puedan emprender, contratar, intercambiar, invertir, desarrollar su vida civil y comercial con altos grados de confianza en el espacio dentro del cual se mueven. Esto es lo contrario a la arbitrariedad, las modificaciones y cambios impuestos caprichosamente por la burocracia y los encargados de las fuentes productoras de normas.
Alterar un sistema jurídico y desposeerlo de seguridad jurídica, es en su significado y efectos aún peor que la violación de un contrato privado. Quien viola un contrato deja subsistente al sistema judicial de reparación y castigo mediante el cual el problema será solucionado y la justicia se hará presente re-estableciendo los derechos conculcados. Hay una violación de derechos, pero permanece el marco de subsanación. El sistema de fondo queda intacto para que el juez pueda conocer, actuar y resolver.
En cambio, quien impide la seguridad jurídica, no solo está en condiciones de violar contratos, sino de modificar a su antojo el sistema de protección de los mismos, para garantizarse impunidad y no tener que responder por las faltas cometidas. Mientras que el primer sujeto perjudica, en principio, a los que estaban involucrados con el mediante un acuerdo de voluntades, el segundo sujeto es responsable de un perjuicio a gran escala que abarca el sistema en sí mismo bajo el que está amparada toda la sociedad en su conjunto, con consecuencias que pueden ser devastadoras con enorme amplitud.

En definitiva, un ordenamiento legal que se precie de serio, sistemático y principista, debe estar atravesado por el concepto de la seguridad jurídica, sin el cual no puede llamarse estrictamente “ordenamiento” sino desorden y arbitrariedad. 

En el nombre del bien común

En el nombre del bien común
Ezequiel Eiben
31/7/2014


Estoy muriendo. Me quedan pocos minutos de esta miserable vida y quiero aprovecharlos para reivindicar, en la medida de lo posible, mi existencia.  Por eso escribo estas líneas, con mis últimas energías, para maldecir a la generación presente con toda mi furia, y alertar a la generación futura, si es que habrá alguna, con el dolor de la experiencia. He sido, como se decía en el ambiente, un hombre de derecho. Inmerso en la agonía que apaga mi tenue y débil luz, considero insultante que alguna vez se me haya llamado así. No lo merecí. Mis camaradas, tampoco. Los hombres de derecho asesinamos a la humanidad. La vimos caer, lentamente, y no acusamos recibo hasta que fue demasiado tarde, hasta que el último espasmo y el respiro final anunciando la muerte coronaron nuestra paupérrima actuación. Los hombres de derecho, valga la paradoja, traicionamos al derecho. Lo manipulamos hasta que dijo solamente lo que queríamos escuchar envueltos en una ambición de poder tan horrorosa y espeluznante como el vacío de irracionalidad que se abrió en nuestra mente. No tenemos perdón, ni nos da la cara para pedirlo. Mejor que nadie sabemos lo que hicimos, y la responsabilidad que nos cabe en el desastre. Permítanme que les cuente, en medio del suspiro de despedida, nuestro derrotero. Todo comenzó el día que cruzamos la primera línea. El día nefasto en el que conscientemente cometimos la traición básica, madre de todas las traiciones: violamos el principio  fundamental, la razón de ser de aquello a lo que nos dedicábamos. Ese día, hicimos lo peor: nosotros, académicos, abogados, políticos, jueces, profesionales de la ley, sabíamos que el derecho era solo un medio para alcanzar el sagrado valor justicia; pero aquella jornada lamentable, consideramos al derecho como un fin en sí mismo. En un asunto político importante que nos desvelaba, no obtuvimos lo que quisimos, y decidimos tergiversar el sentido del derecho para obtenerlo. Sin mirarnos a la cara, con furibundos gestos de implícita complicidad inconfesable en voz alta, nos pusimos de acuerdo y manoseamos la ley. Todos colaboramos: el académico elaboró la abstracción mediante un enredo semántico que la hizo sonar científicamente correcta y moralmente aceptable. El legislador la transformó en ley obligatoria. El abogado se valió de ella sin dudar en su reclamo para obtener su objetivo a pesar del razonable pedido de inconstitucionalidad de su colega contraparte. El juez falló aceptándola sin siquiera molestarse en evaluar su constitucionalidad. En conjunto, habíamos dado el peor paso hacia el infierno en la Tierra, el peor de los escenarios posibles. El derecho ya no servía como instrumento para las personas en búsqueda de justicia y paz; ahora solo era una fuente de poder que detentaban los que lo creaban y los que lo aplicaban. Ese día abrimos la puerta, y a partir de eso, el resto solo fue cuestión de tiempo. Una vez que nuestras mentes se desviaron del camino, cada vez costó menos dar pasos en la dirección equivocada aun a sabiendas de que los dábamos. Habíamos sepultado nuestra integridad, rendido nuestra rectitud, escondido nuestra honestidad, excusado nuestra debilidad, y aprobado nuestra maldad. Un coctel de inmoralidad que hubiese liquidado a cualquiera. Y en nuestro caso, el resultado está a la vista. Liquidamos a la humanidad. La reacción en cadena de nuestro pecado se desplegó como la bola de nieve que va creciendo cuesta abajo arrasando con todo lo que encuentra a su paso, inclusive los árboles más firmes de la montaña; aquellos que parece que ningún vendaval podría mover de su eje. Comenzamos a acumular poder y más poder, porque el derecho ya no apuntaba a la justicia, sino que era su propio norte. Surgió la regulación por la regulación misma, y no dejamos de notar que así dominábamos al resto. Quien poseía la fuente de la regulación, controlaba a los regulados. Y como nosotros mismos éramos quienes elaboraban los mecanismos de defensa de los regulados, otorgándoles vías de protesta para efectuar peticiones ante la autoridad (cuya composición también estaba copada por nosotros), convertíamos a dichos mecanismos en meras apariencias, sin efectividad real. Eran una ilusión, no podían afectarnos. Y así, nos transformamos en el horripilante monopolio del uso de la fuerza que sometió al mundo. Fuimos el Leviatán contra el cual nosotros mismos advertimos en un momento de la historia. Nótese: no nos importó; éramos un monstruo devorando a diestra y siniestra, y no nos importó. La peor parte, es lo que invocamos a la hora de justificar ante el público nuestro obrar. Aquél juego de palabras vacío que nos servía para engañarnos a nosotros mismos cuando un atisbo de cargo de consciencia surgía desde las oscuras profundidades que cubrían las mazmorras de nuestras cabezas. Aquella excusa que nos permitía fingir honrosas explicaciones entre nosotros, cómplices del asesinato, para no admitir los resultados. Todo lo que hacíamos, lo hacíamos en el nombre del bien común. No éramos otra cosa que una casta de ladrones enquistados en el poder absoluto, y nuestro código de aprobación para evadir la realidad y justificar el propio proceder y el del camarada de al lado, consistía en la apelación hasta el absurdo del bien común. Nunca nos molestamos en definir concretamente qué era el bien común, y en eso radicó el secreto de nuestro triunfo para imponernos con relativa facilidad. Evidentemente, nuestro bien no era el bien de nuestros dominados, y no había un bien común entre nosotros: los hombres de derecho eran el poder y el sometimiento a la esclavitud; el resto eran la debilidad y la esclavitud. En el nombre del bien común cometimos las peores atrocidades que se puedan imaginar; y no hubo defensa válida contra la vorágine imparable que desplegamos, porque no se podía combatir aquello que no estaba definido, aquella vaguedad conceptual que se fundía en una maraña de explicaciones inservibles que remitían a lo no demostrado, lo no probado, a la arbitrariedad misma. Impusimos la noción del bien común, los esclavos cayeron en nuestro juego y la aceptaron, luego intentaron redefinirla pero no pudieron. Ya habían perdido desde el momento en que la habían aceptado; a partir de dicha aceptación, habían entrado en nuestra cancha, y allí se jugaba con nuestras reglas. Por supuesto, perdían. La única manera que tenían de ganar, el rechazo total a nuestra trampa, la habían desperdiciado asumiendo nuestra premisa básica. De esta forma, el bien común fue el bien de nosotros, y el mal de ellos. Hicimos lo que quisimos con el derecho. En un mundo de paz las contribuciones voluntarias destinadas a financiar servicios sociales ostentaban un profundo significado moral de aporte libre para la defensa propia y de la comunidad. Nosotros no queríamos tal mundo. Eliminamos las contribuciones voluntarias creando un arma, el poder tributario, y su bala, el tributo. De ahí en adelante, el Leviatán podía efectuar detracciones coactivas de la riqueza de las personas para financiar los servicios sociales. Se perdió la moralidad del voluntarismo, y la libertad del aporte consentido y selectivo. Pero claro, nosotros actuábamos en nombre del bien común, nos auto-adjudicábamos el título de bondadosos y solidarios redistribuidores de la riqueza. El servicio a la sociedad era algo demasiado importante para dejarlo librado a las especulaciones de los avaros y egoístas que no aportarían lo que debían. Era evidente, y sin embargo bajo la premisa del bien común no se notaba, que nos creíamos más que los súbditos, y no había igualdad ante la ley. Ocupábamos una posición de poder superior. Si un particular le quitaba algo a otro particular sin su consentimiento, nuestro derecho tipificaba a la acción como robo. En cambio, si uno de los nuestros le quitaba algo a uno de ellos sin su consentimiento, nuestro derecho calificaba a la cuestión como impuesto. Era un juego de amos y esclavos, pero no se daban cuenta. A todas luces se trataba de una relación de fuerza de nuestro aparato coercitivo sobre su propiedad, pero el vínculo indecoroso quedaba diluido y encubierto en nuestra explicación del principio de legalidad. Lo que hacíamos era legal, estaba regulado, y eso bastaba. No reparaban en que detrás de la ley, estaba la fuerza.  Horas de academia, millones en propaganda y bombardeos constantes de regulaciones, todo en nombre del bien común, habían formateado cabezas para obedecer, no para desafiar. Cada ley que promulgábamos, contaba con el respaldo de nuestro arsenal armamentístico apuntando directamente a la cabeza del ciudadano potencialmente conflictivo que no deseara someterse a las regulaciones en nombre del bien común. La farsa se calzaba su máscara, y era un Montesco no reconocido en el baile de los Capuleto. Nuestra estrategia era sumamente inteligente: nos metíamos con los mejores, y manteníamos de rehenes a los más débiles. Y para que la verdadera fuente del mal, nosotros, pasara desapercibida, enfrentábamos a los súbditos entre sí. A los pobres les decíamos que lo que en rigor les pertenecía a ellos, estaba de mala manera en manos de los ricos. Los alentábamos a exigirles una porción de la torta, y subsidiábamos por lo bajo sus embates violentos contra las fortunas ajenas. Nos aprovechábamos de las necesidades físicas de los pobres, y nos presentábamos como la solución: canalizábamos sus demandas mediante planes sociales, y financiábamos (con dinero previamente expoliado a ellos mismos mediante el impuesto) sus desmanes contra la “alta sociedad”. Asignaciones, seguros por desempleo, y demás prestaciones que dibujaban al Leviatán como generoso repartidor, servían para esconder el clientelismo y el mantenimiento de rehenes ad eternum en el limbo entre la pobreza absoluta y el deseado ascenso económico, con fines electorales non sanctos. A los ricos los utilizábamos y los explotábamos. Les pintábamos a los pobres como enemigos hambrientos que venían en búsqueda de su propiedad, y luego entregábamos nuestra tarjeta de ayuda: el servicio de policía, y el reconocimiento (meramente nominal) del derecho de propiedad, los protegería de los violentos y delincuentes. A su vez, nos apoderábamos de parte de su riqueza para redistribuirla entre los carenciados, bajo el pretexto de que eso contribuiría a mantenerlos calmos porque se acortaban las distancias sociales. Inventamos el principio de capacidad contributiva, mediante el cual recaudamos una fortuna inconmensurable para nuestras arcas: el que más tenía, más contribuía. La excusa era el reparto y el sostenimiento equitativo del gasto público; la razón era otra: demostrar nuestro poder penalizando al que más producía, castigando al que mejor le iba, asegurándonos una fuente de financiación formidable para nuestro ilimitado desembolso público. Algunos abrieron los ojos y nos acusaron de despilfarro. Acuñaron un término peyorativo para describir nuestras políticas: populismo. Poco nos importó y lo transformamos en un elogio. Éramos la voz del pueblo que actuaba por y para el pueblo. Lo popular era lo que nosotros hacíamos; lo que hacían los que estaban nuestra contra era egoísta, antipatriótico, antisocial. Como castigo por osar cuestionarnos, les aumentamos los impuestos y con lo que obtuvimos creamos un programa de televisión destinado a escracharlos y demolerlos ante los ojos del anestesiado televidente. Era el show de la perversidad: insultábamos valiéndonos del dinero de los insultados. Les quitábamos lo suyo y lo empleábamos como si fueran fondos nuestros para denigrarlos. Por supuesto, los desdibujábamos para el vulgo; en el fondo sabíamos que los seguíamos necesitando. Porque una cosa debe quedar en claro: nosotros los necesitábamos a ellos; ellos no nos necesitaban a nosotros. He aquí nuestra gran e imperdonable depravación. No éramos nada por nosotros mismos. Para dominar, necesitábamos seres dominables. Solos no teníamos valor, como un ordenamiento jurídico sin sujetos de derecho a quienes aplicársele. Nosotros constituíamos burocracia y regulación, no riqueza y producción; coerción y expoliación, no aquello a coercer y expoliar.  Sencillamente, no valíamos nada. No podíamos subsistir ni un mes por nuestros propios medios. Ellos, en cambio, eran la necesaria llave de nuestro triunfo, la imprescindible carnada a emplear en la pesca del poder. Ellos eran los productores, los grandes generadores de riqueza, los que proveían lo que la gente necesitaba y satisfacían desde las necesidades más básicas hasta los gustos más lujosos y opulentos. Los industriales, empresarios, hombres de negocios, comerciantes, genios creativos, los encargados de depositar cada vez más arriba a la humanidad y elevar los estándares de vida hacia niveles inimaginables. Sin sus creaciones, nosotros no teníamos qué repartir. Necesitábamos que en primera instancia crearan, y luego nosotros invocábamos el privilegio legal de la distribución “igualitaria”, “equitativa”, “solidaria”, y cualquier adjetivo pegajoso y fácilmente transformable en eslogan que se nos ocurriera para fortalecer al bien común. Pero como no podía ser de otra manera, la situación llegó a un límite y todo terminó. Nos tomamos la atribución de poder endeudarnos con plata ajena para solventar el gasto público, aumentamos las detracciones para paliar la situación, y cometimos el más grueso de los errores existenciales: no pensar. Creímos, evadiendo la realidad, que íbamos a poder sostener una política de déficit fiscal en paralelo a niveles récords de recaudación tributaria; todo para financiar nuestro ineficiente, corrupto e inmoral circo en nombre del bien común. Tarde, percibimos que la realidad nos cacheteaba. La riqueza no se crea firmando un decreto, al igual que los salarios no aumentan pasando una ley que lo ordene. Necesitábamos más riqueza, y ella ya no estaba. Nos dimos cuenta lo que habíamos hecho como hombres de derecho. Terminamos por destruir la fuente generadora de riqueza, abusando de la fuente generadora de poder. Liquidamos a los productores en la economía, fortaleciendo a los dominadores en el derecho. Con este estado de situación, el balance necesariamente iba a ser negativo: los dominadores eran los fuertes pero solo servían para regular; los creadores generaban riqueza pero eran los débiles. Había mucha ley, y pocos bienes. El bien común se los había tragado. Juan Bautista Alberdi había escrito que la riqueza exige de la ley que no le haga sombra. No le hicimos caso; le hicimos sombra a la riqueza, la sumimos en la oscuridad, y la destruimos, a ella y a sus creadores. Con esto la humanidad cayó. Miles de millones murieron presas de nuestra irracionalidad. Somos lo más malvado que ha visto el mundo. Manipulamos el derecho, traicionamos su propósito y naturaleza, y asesinamos a la humanidad. Termino de escribir esta carta, con la débil esperanza de que alguien todavía esté vivo y la lea. Si encuentras esto, tienes que saber que eres la clave para un futuro mejor. No repitas errores. No subordines el creador al parásito. Devuélvele al derecho el lugar que le corresponde y del que nunca debió salir: el de instrumento al servicio de la justicia. Destruye al poder tributario, elimina la coerción de las relaciones humanas, y permite que las voluntades se desplieguen en libertad. Este es el marco que necesita el renacimiento de la humanidad. No la condenes de nuevo, como hicimos nosotros, en el nombre del bien común.

Liberty

Liberty
Ezequiel Eiben
7/11/2014

Fight for it, reach the stars
No one is going to give you anything
Be perseverant, never give up
And the world will be good for everything

Take it, take it now
You need it like the flower needs the sun
Claim it, it is yours
Liberty is your gift from G-d

You are free to reach the glory, that is waiting there for you
Always trust yourself, do the best that you can do

Protect yourself, defend your inalienable right
Life is for you, why don’t you give it a try

Shout for it, shout out loud
This is the libertarian sound
Keep your head up, don’t look down
No one is born with a master´s crown

You are your own boss, you choose your path
Take a risk now, and look into the dark


The way may seem threatening, but the strength is your style
Keep on going with no vacillation, you might find the light 

Because

Because

Because when she looks at me I burn inside
and when she kisses me I melt like if I were under the sun
I want her
Because she changed who I am
and she improved my vision of life
I need her
Because she is the reason for having a reason
and the cause that is worth fighting for needs this reason
I love her
She has this wonderful sense of life
that makes me want to hold her tight
She is this woman that came into my life
and with tenderness and love took me by surprise
Because she is beautiful
and her world is wonderful
I want her
Because I am a better man with her
And I like her to be my girl
I need her
Because once she was in my mind she didn’t come out
and the thoughts in my head are calling her loud
I love her
She is in everything
She is like the end and the beginning of things
She represents what is good in the world
I should describe her with the word “Love”

28/10/2014 – 29/10/2014


lunes, 1 de diciembre de 2014

Until

Until
Ezequiel Eiben
3/12/2014


I’m doing fine.
Until I realize how much I miss this woman. How much I want her hands in my face, her mouth on my mouth, her body close to mine.
Until I realize that all I do is think about her. That she was the best I had and somehow I don’t have her anymore.
Until I remember that she was supposed to be my wife, and we were supposed to live happily forever after. We were supposed just to be together.
Until I remember she is gone. She is far away, in another life, in another world. And I’m here alone, waiting for something I shouldn’t wait for, expecting something that is not going to happen.    
I’m doing fine.
Until the image of her sleeping next to me in the morning after a night together comes up. And early morning, ruins my whole damn day.
Until the memories of her face haunt me and break me down.
Until I see her profile and the sensation that she is fine without me and she doesn’t need me makes me feel so insignificant that I doubt about how she could ever love me.
Until I imagine my future without her, compare it to the future I was willing to have with her, and see what I have missed.
I’m doing fine.
Until I realize that she exists. And I’m never going to be by her side again. And I have to live dealing with that.