En el nombre del bien
común
Ezequiel Eiben
31/7/2014
Estoy muriendo. Me
quedan pocos minutos de esta miserable vida y quiero aprovecharlos para
reivindicar, en la medida de lo posible, mi existencia. Por eso escribo estas líneas, con mis últimas
energías, para maldecir a la generación presente con toda mi furia, y alertar a
la generación futura, si es que habrá alguna, con el dolor de la experiencia.
He sido, como se decía en el ambiente, un hombre
de derecho. Inmerso en la agonía que apaga mi tenue y débil luz, considero
insultante que alguna vez se me haya llamado así. No lo merecí. Mis camaradas,
tampoco. Los hombres de derecho asesinamos a la humanidad. La vimos caer,
lentamente, y no acusamos recibo hasta que fue demasiado tarde, hasta que el último
espasmo y el respiro final anunciando la muerte coronaron nuestra paupérrima
actuación. Los hombres de derecho, valga la paradoja, traicionamos al derecho.
Lo manipulamos hasta que dijo solamente lo que queríamos escuchar envueltos en
una ambición de poder tan horrorosa y espeluznante como el vacío de irracionalidad
que se abrió en nuestra mente. No tenemos perdón, ni nos da la cara para
pedirlo. Mejor que nadie sabemos lo que hicimos, y la responsabilidad que nos
cabe en el desastre. Permítanme que les cuente, en medio del suspiro de
despedida, nuestro derrotero. Todo comenzó el día que cruzamos la primera
línea. El día nefasto en el que conscientemente cometimos la traición básica,
madre de todas las traiciones: violamos el principio fundamental, la razón de ser de aquello a lo
que nos dedicábamos. Ese día, hicimos lo peor: nosotros, académicos, abogados,
políticos, jueces, profesionales de la ley, sabíamos que el derecho era solo un
medio para alcanzar el sagrado valor justicia; pero aquella jornada
lamentable, consideramos al derecho como un fin
en sí mismo. En un asunto político importante que nos desvelaba, no
obtuvimos lo que quisimos, y decidimos tergiversar el sentido del derecho para
obtenerlo. Sin mirarnos a la cara, con furibundos gestos de implícita
complicidad inconfesable en voz alta, nos pusimos de acuerdo y manoseamos la
ley. Todos colaboramos: el académico elaboró la abstracción mediante un enredo
semántico que la hizo sonar científicamente correcta y moralmente aceptable. El
legislador la transformó en ley obligatoria. El abogado se valió de ella sin
dudar en su reclamo para obtener su objetivo a pesar del razonable pedido de
inconstitucionalidad de su colega contraparte. El juez falló aceptándola sin
siquiera molestarse en evaluar su constitucionalidad. En conjunto, habíamos
dado el peor paso hacia el infierno en la Tierra, el peor de los escenarios
posibles. El derecho ya no servía como instrumento para las personas en
búsqueda de justicia y paz; ahora solo era una fuente de poder que detentaban
los que lo creaban y los que lo aplicaban. Ese día abrimos la puerta, y a
partir de eso, el resto solo fue cuestión de tiempo. Una vez que nuestras
mentes se desviaron del camino, cada vez costó menos dar pasos en la dirección
equivocada aun a sabiendas de que los dábamos. Habíamos sepultado nuestra
integridad, rendido nuestra rectitud, escondido nuestra honestidad, excusado
nuestra debilidad, y aprobado nuestra maldad. Un coctel de inmoralidad que
hubiese liquidado a cualquiera. Y en nuestro caso, el resultado está a la
vista. Liquidamos a la humanidad. La reacción en cadena de nuestro pecado se
desplegó como la bola de nieve que va creciendo cuesta abajo arrasando con todo
lo que encuentra a su paso, inclusive los árboles más firmes de la montaña;
aquellos que parece que ningún vendaval podría mover de su eje. Comenzamos a
acumular poder y más poder, porque el derecho ya no apuntaba a la justicia,
sino que era su propio norte. Surgió la regulación por la regulación misma, y
no dejamos de notar que así dominábamos al resto. Quien poseía la fuente de la
regulación, controlaba a los regulados. Y como nosotros mismos éramos quienes
elaboraban los mecanismos de defensa de los regulados, otorgándoles vías de
protesta para efectuar peticiones ante la autoridad (cuya composición también
estaba copada por nosotros), convertíamos a dichos mecanismos en meras
apariencias, sin efectividad real. Eran una ilusión, no podían afectarnos. Y
así, nos transformamos en el horripilante monopolio del uso de la fuerza que
sometió al mundo. Fuimos el Leviatán contra el cual nosotros mismos advertimos en
un momento de la historia. Nótese: no nos importó; éramos un monstruo devorando
a diestra y siniestra, y no nos importó. La peor parte, es lo que invocamos a
la hora de justificar ante el público nuestro obrar. Aquél juego de palabras
vacío que nos servía para engañarnos a nosotros mismos cuando un atisbo de
cargo de consciencia surgía desde las oscuras profundidades que cubrían las
mazmorras de nuestras cabezas. Aquella excusa que nos permitía fingir honrosas
explicaciones entre nosotros, cómplices del asesinato, para no admitir los
resultados. Todo lo que hacíamos, lo hacíamos en el nombre del bien común. No éramos otra cosa que una casta de
ladrones enquistados en el poder absoluto, y nuestro código de aprobación para
evadir la realidad y justificar el propio proceder y el del camarada de al lado,
consistía en la apelación hasta el absurdo del bien común. Nunca nos molestamos
en definir concretamente qué era el
bien común, y en eso radicó el secreto de nuestro triunfo para imponernos con
relativa facilidad. Evidentemente, nuestro bien no era el bien de nuestros
dominados, y no había un bien común entre nosotros: los hombres de derecho eran
el poder y el sometimiento a la esclavitud; el resto eran la debilidad y la
esclavitud. En el nombre del bien común cometimos las peores atrocidades que se
puedan imaginar; y no hubo defensa válida contra la vorágine imparable que
desplegamos, porque no se podía combatir aquello que no estaba definido,
aquella vaguedad conceptual que se fundía en una maraña de explicaciones
inservibles que remitían a lo no demostrado, lo no probado, a la arbitrariedad
misma. Impusimos la noción del bien común, los esclavos cayeron en nuestro
juego y la aceptaron, luego intentaron redefinirla pero no pudieron. Ya habían
perdido desde el momento en que la habían aceptado; a partir de dicha
aceptación, habían entrado en nuestra cancha, y allí se jugaba con nuestras
reglas. Por supuesto, perdían. La única manera que tenían de ganar, el rechazo
total a nuestra trampa, la habían desperdiciado asumiendo nuestra premisa
básica. De esta forma, el bien común fue el bien de nosotros, y el mal de
ellos. Hicimos lo que quisimos con el derecho. En un mundo de paz las
contribuciones voluntarias destinadas a financiar servicios sociales ostentaban
un profundo significado moral de aporte libre para la defensa propia y de la
comunidad. Nosotros no queríamos tal mundo. Eliminamos las contribuciones
voluntarias creando un arma, el poder
tributario, y su bala, el tributo.
De ahí en adelante, el Leviatán podía efectuar detracciones coactivas de la
riqueza de las personas para financiar los servicios sociales. Se perdió la
moralidad del voluntarismo, y la libertad del aporte consentido y selectivo.
Pero claro, nosotros actuábamos en nombre del bien común, nos
auto-adjudicábamos el título de bondadosos y solidarios redistribuidores de la riqueza. El servicio a la sociedad era algo
demasiado importante para dejarlo librado a las especulaciones de los avaros y
egoístas que no aportarían lo que debían. Era evidente, y sin embargo bajo la
premisa del bien común no se notaba, que nos creíamos más que los súbditos, y
no había igualdad ante la ley. Ocupábamos una posición de poder superior. Si un
particular le quitaba algo a otro particular sin su consentimiento, nuestro
derecho tipificaba a la acción como robo.
En cambio, si uno de los nuestros le quitaba algo a uno de ellos sin su
consentimiento, nuestro derecho calificaba a la cuestión como impuesto. Era un juego de amos y
esclavos, pero no se daban cuenta. A todas luces se trataba de una relación de
fuerza de nuestro aparato coercitivo sobre su propiedad, pero el vínculo
indecoroso quedaba diluido y encubierto en nuestra explicación del principio de legalidad. Lo que hacíamos
era legal, estaba regulado, y eso bastaba. No reparaban en que detrás de la
ley, estaba la fuerza. Horas de academia, millones en propaganda y
bombardeos constantes de regulaciones, todo en nombre del bien común, habían
formateado cabezas para obedecer, no
para desafiar. Cada ley que
promulgábamos, contaba con el respaldo de nuestro arsenal armamentístico
apuntando directamente a la cabeza del ciudadano potencialmente conflictivo que
no deseara someterse a las regulaciones en nombre del bien común. La farsa se
calzaba su máscara, y era un Montesco no reconocido en el baile de los
Capuleto. Nuestra estrategia era sumamente inteligente: nos metíamos con los
mejores, y manteníamos de rehenes a los más débiles. Y para que la verdadera
fuente del mal, nosotros, pasara desapercibida, enfrentábamos a los súbditos
entre sí. A los pobres les decíamos que lo que en rigor les pertenecía a ellos,
estaba de mala manera en manos de los ricos. Los alentábamos a exigirles una
porción de la torta, y subsidiábamos por lo bajo sus embates violentos contra
las fortunas ajenas. Nos aprovechábamos de las necesidades físicas de los
pobres, y nos presentábamos como la solución: canalizábamos sus demandas
mediante planes sociales, y
financiábamos (con dinero previamente expoliado a ellos mismos mediante el
impuesto) sus desmanes contra la “alta sociedad”. Asignaciones, seguros por
desempleo, y demás prestaciones que dibujaban al Leviatán como generoso
repartidor, servían para esconder el clientelismo y el mantenimiento de rehenes
ad eternum en el limbo entre la
pobreza absoluta y el deseado ascenso económico, con fines electorales non sanctos. A los ricos los
utilizábamos y los explotábamos. Les pintábamos a los pobres como enemigos
hambrientos que venían en búsqueda de su propiedad, y luego entregábamos nuestra
tarjeta de ayuda: el servicio de policía, y el reconocimiento (meramente
nominal) del derecho de propiedad, los protegería de los violentos y
delincuentes. A su vez, nos apoderábamos de parte de su riqueza para
redistribuirla entre los carenciados, bajo el pretexto de que eso contribuiría
a mantenerlos calmos porque se acortaban las distancias sociales. Inventamos el
principio de capacidad contributiva,
mediante el cual recaudamos una fortuna inconmensurable para nuestras arcas: el
que más tenía, más contribuía. La excusa era el reparto y el sostenimiento
equitativo del gasto público; la razón era otra: demostrar nuestro poder
penalizando al que más producía, castigando al que mejor le iba, asegurándonos
una fuente de financiación formidable para nuestro ilimitado desembolso público.
Algunos abrieron los ojos y nos acusaron de despilfarro. Acuñaron un término
peyorativo para describir nuestras políticas: populismo. Poco nos importó y lo transformamos en un elogio. Éramos
la voz del pueblo que actuaba por y para el pueblo. Lo popular era lo que
nosotros hacíamos; lo que hacían los que estaban nuestra contra era egoísta,
antipatriótico, antisocial. Como castigo por osar cuestionarnos, les aumentamos
los impuestos y con lo que obtuvimos creamos un programa de televisión
destinado a escracharlos y demolerlos ante los ojos del anestesiado televidente.
Era el show de la perversidad: insultábamos valiéndonos del dinero de los
insultados. Les quitábamos lo suyo y lo empleábamos como si fueran fondos
nuestros para denigrarlos. Por supuesto, los desdibujábamos para el vulgo; en
el fondo sabíamos que los seguíamos necesitando. Porque una cosa debe quedar en
claro: nosotros los necesitábamos a
ellos; ellos no nos necesitaban a nosotros. He aquí nuestra gran e
imperdonable depravación. No éramos nada por nosotros mismos. Para dominar,
necesitábamos seres dominables. Solos no teníamos valor, como un ordenamiento
jurídico sin sujetos de derecho a quienes aplicársele. Nosotros constituíamos burocracia y regulación, no riqueza y producción; coerción y
expoliación, no aquello a coercer y expoliar.
Sencillamente, no valíamos nada. No podíamos subsistir ni un mes por
nuestros propios medios. Ellos, en cambio, eran la necesaria llave de nuestro triunfo,
la imprescindible carnada a emplear en la pesca del poder. Ellos eran los
productores, los grandes generadores de riqueza, los que proveían lo que la
gente necesitaba y satisfacían desde las necesidades más básicas hasta los
gustos más lujosos y opulentos. Los industriales, empresarios, hombres de
negocios, comerciantes, genios creativos, los encargados de depositar cada vez
más arriba a la humanidad y elevar los estándares de vida hacia niveles
inimaginables. Sin sus creaciones, nosotros no teníamos qué repartir.
Necesitábamos que en primera instancia crearan, y luego nosotros invocábamos el
privilegio legal de la distribución “igualitaria”, “equitativa”, “solidaria”, y
cualquier adjetivo pegajoso y fácilmente transformable en eslogan que se nos
ocurriera para fortalecer al bien común. Pero como no podía ser de otra manera,
la situación llegó a un límite y todo terminó. Nos tomamos la atribución de
poder endeudarnos con plata ajena para solventar el gasto público, aumentamos
las detracciones para paliar la situación, y cometimos el más grueso de los
errores existenciales: no pensar. Creímos, evadiendo la realidad, que íbamos a
poder sostener una política de déficit fiscal en paralelo a niveles récords de
recaudación tributaria; todo para financiar nuestro ineficiente, corrupto e
inmoral circo en nombre del bien común. Tarde, percibimos que la realidad nos
cacheteaba. La riqueza no se crea firmando un decreto, al igual que los
salarios no aumentan pasando una ley que lo ordene. Necesitábamos más riqueza,
y ella ya no estaba. Nos dimos cuenta lo que habíamos hecho como hombres de
derecho. Terminamos por destruir la fuente generadora de riqueza, abusando de
la fuente generadora de poder. Liquidamos a los productores en la economía,
fortaleciendo a los dominadores en el derecho. Con este estado de situación, el
balance necesariamente iba a ser negativo: los dominadores eran los fuertes
pero solo servían para regular; los creadores generaban riqueza pero eran los
débiles. Había mucha ley, y pocos bienes. El bien común se los había tragado.
Juan Bautista Alberdi había escrito que la riqueza exige de la ley que no le
haga sombra. No le hicimos caso; le hicimos sombra a la riqueza, la sumimos en
la oscuridad, y la destruimos, a ella y a sus creadores. Con esto la humanidad
cayó. Miles de millones murieron presas de nuestra irracionalidad. Somos lo más
malvado que ha visto el mundo. Manipulamos el derecho, traicionamos su
propósito y naturaleza, y asesinamos a la humanidad. Termino de escribir esta
carta, con la débil esperanza de que alguien todavía esté vivo y la lea. Si
encuentras esto, tienes que saber que eres la clave para un futuro mejor. No repitas
errores. No subordines el creador al parásito. Devuélvele al derecho el lugar
que le corresponde y del que nunca debió salir: el de instrumento al servicio
de la justicia. Destruye al poder tributario, elimina la coerción de las
relaciones humanas, y permite que las voluntades se desplieguen en libertad.
Este es el marco que necesita el renacimiento de la humanidad. No la condenes de
nuevo, como hicimos nosotros, en el nombre del bien común.
martes, 30 de diciembre de 2014
En el nombre del bien común
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