Él la vio
Ezequiel Eiben
14/6/2015
Ezequiel Eiben
14/6/2015
Él la vio mientras ella desplegaba su belleza sin reparar en
que estaba siendo observada. La vio y le gustó. No podía hablar de amar, porque
para él amar requería conocer, y no la conocía. Pero la vio y le gustó, y eso
era un posible comienzo en un camino donde kilómetros adelante esperaba el
amor.
Le gustó su forma de moverse, la cual daba indicios de su firme personalidad. Le gustó su pelo, expresión sensual de feminidad. Le gustó su rostro, tallado en una piel de sublime delicadeza. Le gustó la unidad que sus características formaban en un todo admirable.
Tras la pasiva contemplación, pasó a la activa comunicación. Sabía que no podía dejarla ir, porque esa oportunidad perdida jamás se presentaría nuevamente ante su puerta. ¿Acaso varias veces había visto a semejante ser resplandeciente? ¿Acaso en otras oportunidades había experimentado aquella sensación de “ahora o nunca” que estaba definiendo su vida para siempre?
En un fluir natural como río que sigue su curso a gusto, el diálogo se desenvolvió con soltura. No les costaba hablar. Lo que costaba era dejar de hacerlo. Y aun en la exquisitez de los silencios, donde los suspiros hablan por su cuenta, se comunicaban sin cesar. Cuando todo funciona, funciona.
Él empezó a visualizar cómo las partes iban encajando. Cómo lo que antes parecía desordenado en un caótico remolino, de repente encontraba su lugar. Las cosas ahora eran de tal forma que parecía que siempre deberían haber sido así. Y comprendió. Comprendió por qué sus anteriores relaciones habían terminado. Comprendió por qué no había obtenido previamente los resultados esperados. Sucedía que todavía no había conocido a ella, que era la dueña final de sus expectativas.
A partir de ella, dejó definitivamente a sus anteriores informales. No pudo volver a estar con otras: la completa falta de interés era demasiado evidente y palpable. Bien sabía que su voluntad había cerrado los ojos a cualquier otra y había concentrado su atención exclusivamente en ella. ¿Qué sentido había fuera de ella? ¿Qué locura podía alejarlo de ella?
Kilómetros adelante, pudo hablar de amor. Él no era partidario del concepto de amor altruista y desinteresado; el amor no era un sacrificio ni algo sin razones. Él amaba de manera interesada y egoísta; ella le interesaba por marcadas razones, él satisfacía sus propios intereses amándola, y le generaba placer personal satisfacer los de ella.
Ya conociéndola, la amó y fue amado en correspondencia. Encontró en ella no solamente el objeto de su amor, sino una fuente que le brindaba amor en la misma medida. Y el tiempo compartido les otorgaba una sensación de realización tan plena, que el encuentro de sus almas pasaba de lo extraordinario a lo obvio. ¿Cómo no iban a quererse dos personas así? ¿Cómo no iban a estar juntas cuando era exactamente lo que tenían que hacer?
Los kilómetros siguieron, siempre por el mismo camino, siempre en la misma dirección. Pasaron muchas noches, mañanas, tardes, experiencias, vivencias. Tras toda una aventura compartida, él la vio mientras ella desplegaba su belleza sin reparar en que estaba siendo observada. La vio y le gustó. Y la amó.
Le gustó su forma de moverse, la cual daba indicios de su firme personalidad. Le gustó su pelo, expresión sensual de feminidad. Le gustó su rostro, tallado en una piel de sublime delicadeza. Le gustó la unidad que sus características formaban en un todo admirable.
Tras la pasiva contemplación, pasó a la activa comunicación. Sabía que no podía dejarla ir, porque esa oportunidad perdida jamás se presentaría nuevamente ante su puerta. ¿Acaso varias veces había visto a semejante ser resplandeciente? ¿Acaso en otras oportunidades había experimentado aquella sensación de “ahora o nunca” que estaba definiendo su vida para siempre?
En un fluir natural como río que sigue su curso a gusto, el diálogo se desenvolvió con soltura. No les costaba hablar. Lo que costaba era dejar de hacerlo. Y aun en la exquisitez de los silencios, donde los suspiros hablan por su cuenta, se comunicaban sin cesar. Cuando todo funciona, funciona.
Él empezó a visualizar cómo las partes iban encajando. Cómo lo que antes parecía desordenado en un caótico remolino, de repente encontraba su lugar. Las cosas ahora eran de tal forma que parecía que siempre deberían haber sido así. Y comprendió. Comprendió por qué sus anteriores relaciones habían terminado. Comprendió por qué no había obtenido previamente los resultados esperados. Sucedía que todavía no había conocido a ella, que era la dueña final de sus expectativas.
A partir de ella, dejó definitivamente a sus anteriores informales. No pudo volver a estar con otras: la completa falta de interés era demasiado evidente y palpable. Bien sabía que su voluntad había cerrado los ojos a cualquier otra y había concentrado su atención exclusivamente en ella. ¿Qué sentido había fuera de ella? ¿Qué locura podía alejarlo de ella?
Kilómetros adelante, pudo hablar de amor. Él no era partidario del concepto de amor altruista y desinteresado; el amor no era un sacrificio ni algo sin razones. Él amaba de manera interesada y egoísta; ella le interesaba por marcadas razones, él satisfacía sus propios intereses amándola, y le generaba placer personal satisfacer los de ella.
Ya conociéndola, la amó y fue amado en correspondencia. Encontró en ella no solamente el objeto de su amor, sino una fuente que le brindaba amor en la misma medida. Y el tiempo compartido les otorgaba una sensación de realización tan plena, que el encuentro de sus almas pasaba de lo extraordinario a lo obvio. ¿Cómo no iban a quererse dos personas así? ¿Cómo no iban a estar juntas cuando era exactamente lo que tenían que hacer?
Los kilómetros siguieron, siempre por el mismo camino, siempre en la misma dirección. Pasaron muchas noches, mañanas, tardes, experiencias, vivencias. Tras toda una aventura compartida, él la vio mientras ella desplegaba su belleza sin reparar en que estaba siendo observada. La vio y le gustó. Y la amó.
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